Al dejarla en casa, Dante se dirigió a una pastelería y encargó un pastel de rosas para mí. Era un postre de edición limitada que volaba apenas salía a la venta, siempre con largas filas de clientes esperando su turno.
Esa pastelería pertenecía a la familia de Dante. Recuerdo haberle suplicado muchas veces, con antojo, que usara su influencia para conseguirme uno de esos pasteles. Su respuesta siempre era la misma:
—Eres la futura dueña, Leonor. Da ejemplo y respeta las normas del local.
Me resignaba, hasta que un día encontré a Marta en esa misma pastelería. Tenía frente a ella varias cajas del pastel, y en cada una apenas había mordisqueado la primera capa. Con una sonrisa burlona, me dijo:
—Solo la primera mordida vale la pena.
En ese momento odié a Dante. ¿Cómo alguien puede hacer sentir a su novia tan insignificante?
Y ahora, muerto, lo veo por fin comprándome ese pastel de rosas. Le saqué la lengua, molesta.
—Tarde, Dante. Ahora ya no puedo probarlo, y, francamente, ¡ya no lo qui