Carisma
Carisma
Por: orell_o
Capítulo 1

Capítulo 1

Una ola de polvareda y calor azotaba la ciudad, era abril, muchas personas tenían los labios rotos y la piel seca, también rasquiña y, en medio de la presión del ambiente acalorado los feligreses de la Iglesia Bautista adoraban al son de Martín Lutero con el himno Castillo fuerte es nuestro Dios. El eco del himno resonaba por todo el templo y un sentimiento sublime invadía el corazón de la gente, en especial el de Jaime Altamirano que estaba sentado en una banca de madera al centro de la iglesia con sus padres. Mientras permanecía sentado se imaginó mujeres desnudas acostándose con él. “Debo contenerme, soy un depravado” se dijo así mismo. Sus padres también cantaban y felices sonreían a pesar del bochorno de Managua. Era algo típico de la ciudad para esas fechas.

            El coro estaba en su mayor plenitud, tronaba para glorificar a Dios, la mayoría de los miembros del coro eran jóvenes y solo algunos eran viejos, en especial Federico un diácono panzón de la Iglesia Bautista. Todo era armonía, espectáculo, el coro, los feligreses y el calor. Parecía que Dios había creado a la perfección las iglesias para que se glorificara su nombre. Y, eso era lo que intentaba Jaime, dar gloria a Dios, porque ese era el plan divino según él había leído en la Biblia, y alababa con todas sus fuerzas, mente y alma. En ese momento recordó las catacumbas de los hugonotes que se escondían de la inquisición, inspirado en esa idea, cerró por un momento los ojos para imaginarse a los pies de Cristo, y los volvió a abrir para seguir cantando.

El pastor de la iglesia tocaba el piano, y levantaba la vista con gozo triunfante, algunas gotas de sudor caían de su frente, sin importar nada de lo que sucediera afuera en el mundo, él se regocijaba tocando cada acorde sin titubeo. El resplandor del sol se filtraba a través de los vitrales, y los colores rojo, azul y amarillo se reflejaban en los rostros de los feligreses sentados en las primeras filas. Jaime que también cantaba al lado de su madre, al mismo tiempo le sudaban las manos y sentía una gran ansiedad porque cruzaba miradas con la hija del pastor que estaba arriba con el coro cantando. Las miradas se volvían intensas, y eran inevitables; eran esas miradas incomodas que uno prefiere evitarlas para no mostrar su espíritu. Patricia trataba de concentrarse para seguirle el ritmo al himno, y pensaba en Jaime, que estaba atolondrado viéndola. Rogaba para que parase de mirarla, pero Jaime permanecía absorto en sus ojos y en su cabello castaño que revoloteaba por el viento que entraba por las ventanas. Le era imposible dejar de mirar tanta belleza.

Jaime continuaba sudando, y para secarse se restregó las manos en el pantalón. Ana, su madre, se percató de la sudoración, y extrajo de su bolso un pañuelo y se lo pasó; conocía muy bien su problema de transpiración excesiva. Habían ido al doctor, pero la única solución era inyectarle Botox en el sistema para impedir que la sudoración excesiva arruinara sus días y pudiera pasar tranquilo en cualquier espacio así como la iglesia y el colegio. Jaime pensaba que era una estupidez eso de inyectarse Botox, pensó que tal vez Dios le había dado esa sudoración por alguna razón, y debía aguantarse y dejar de pensar en eso.

Los abanicos estaban en las puertas laterales de madera, eran puertas grandes como las casas de Granada, sin embargo, no daban abasto con la multitud, apenas y soplaban para los que estaban cerca que también sudaban pero no tanto como Jaime, que se derretía de tanto sudar. Siempre era lo mismo para estas épocas, sudaba terriblemente, y tenía que aguantarse toda la jornada, desde la escuela dominical, los himnos, el sermón y la recolección de ofrendas. Pero no tenía opción, era la única forma de reunirse en comunidad para adorar a Dios.

Antes del coro, Jaime había asistido a la escuela dominical, Federico, el diácono panzón era el encargado de su grupo, y el tema giró en torno al sermón del monte. Los muchachos para reunirse en la escuela dominical se sentaban en unas bancas colocadas en un salón alrededor del diácono. Como el tiempo era limitado, apenas se lograba analizar un versículo a la vez, lo que significaba que no podían escudriñar en su totalidad las escrituras, pero al menos alcanzar cierto mensaje. Ese domingo que se reunieron en el salón de jóvenes de la escuela dominical iniciaron con la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Todos escucharon el versículo, incluyendo a Jaime quien en ese momento atendió a la perfección a pesar de la sudoración excesiva. Supuso que Federico, el diácono, haría algunas preguntas, y Jaime ya estaba preparado.

Federico comenzó con sus preguntas de siempre, primero preguntó por el significado de una bienaventuranza. Los chicos apenas y balbucearon algunas frases. Jaime levantó la mano para pedir la palabra, y Federico le dio la palabra. Jaime contestó que una bienaventuranza era una bendición. Federico sorprendido por su respuesta continuó con el versículo y preguntó qué significa ser pobre en espíritu. Jaime arremetió contestando que era ser humilde y receptivo a la palabra de Dios, que a pesar de todas las ciencias y demás sabiduría, el hombre de humilde ante Dios era más noble que cualquier sabio. Jaime era ducho en estos temas porque su papá lo sometía a cuestionamientos y lecturas intensivas de la Biblia y muchos otros libros de ayuda para lectura cristiana, él a sus quince años tenía grandes habilidades de análisis, y además le entusiasmaba conocer de Dios tanto que consideraba que Dios era lo único que merecía su vida entera. Había escuchado que la teología era una disciplina dedicada al conocimiento de Dios. Su tío le hablaba de la historia de la reforma y de libros como “El progreso del peregrino” de John Bunyan. Desde pequeño, Jaime se horrorizaba con la idea de Apolión, la bestia que ataca a Cristiano en la historia. Anselmo, el tío de Jaime, estudió teología en el Seminario Bautista y se dedicó a ser misionero en varios continentes. Cada navidad regresaba de Haití o de Venezuela y la pasaba con la familia. Anselmo no tenía esposa, ni hijos, se había dedicado a predicar la palabra en todas partes del mundo y no tenía tiempo para una familia, alguna vez estuvo enamorado, pero desistió porque Dios tenía otros planes para él. Esa sensación de pertenecer a los planes de Dios era algo único porque sentía que cumplía los mandatos tal como debía ser, y eso quería trasmitírselo a las demás personas. Es cierto que no había descanso para Anselmo, pero era su pasión, y más que pasión, era esclavo de Cristo.

            La campana sonó, y se dio por concluida la escuela dominical, Jaime y los demás muchachos se dirigieron a escuchar el sermón. Luego del coro, el pastor se levantó del piano y fue al pódium para dar inicio a su sermón. Los feligreses tomaron asiento, y callados esperaron la santa palabra. El pastor había pasado toda la semana preparando el sermón, junto con los comentarios de salmos de “El tesoro de David” de Charles Spurgeon había elaborado un sermón acerca del Salmo 1. El pastor al igual que Anselmo sabía los propósitos de Dios a los cuales estaba comprometido, sin embargo, todo lo hacía por amor, y se dedicaba con pasión a estudiar la palabra y a elaborar los sermones para los feligreses de la Iglesia Bautista.

La escuela dominical versaba sobre el mismo tema: las bienaventuranzas. Y como es bien sabido, el Salmo 1 versa sobre lo mismo que el Sermón del monte. El pastor escribió el sermón en su amada oficina donde estaba rodeado además de la presencia del Señor también de cientos de libros, antes de eso, oró de rodillas en su escritorio para pedir iluminación. La oración era fundamental en su vida diaria, y como pastor, sabía que dependía de la oración como el aire mismo. Durante su juventud leyó sobre George Müller, y su poder de oración. Tenía muy claro que orar era más importante que cualquier cosa, sabía que al instante que dejara de orar el demonio tomaría terreno, y por eso oraba sin cesar. Aunque su trabajo no era construir orfanatos como su estimado George Müller, igualmente oraba para edificar con sus sermones a los feligreses de la Iglesia Bautista. Edificarlos para que fueran buenos esposos y esposas, hijos e hijas, madres y padres, y buenos ciudadanos del reino de Dios. Siempre estaba al tanto de la necesidad de los miembros de la iglesia, conocía las debilidades de cada uno, y por eso oraba ante Dios para que fueran alimentados y nutridos con la santa palabra, necesaria para su crecimiento espiritual y para alcanzar la eternidad. Y, más que la esperanza de una vida eterna, también la comunicación con el Padre, porque la vida eterna es esa, gozar de la presencia de Dios. El pastor sabía que quien no se ocupe de la vida eterna en la vida presente le sería imposible disfrutar y gozar de la eternidad en la otra vida, allá con Cristo, por eso siempre estaba preocupado por dar el mensaje correcto y bíblico. No podía darse el lujo de predicar asuntos fútiles como el tema de otras iglesias y su preocupación por el dinero. El pastor sabía que el dinero pervertía la mente y daba poder sobre las otras personas. Alguna vez predicó sobre el dinero, pero en contra de su utilidad, hasta parecía un marxista predicando en contra del dinero, pero era por lo que luchaba, quería que la gente se concentrara en el amor que Dios da a sus hijos.

Los miércoles estaban destinados a reuniones de oración, todo el que quisiera llegar podía unirse, en una sala se reunían adultos y jóvenes para orar por las necesidades de la iglesia y los problemas de los miembros. Oraban por el Hogar senil, oraban por los desposeídos, por la nación, y para alcanzar a los mundanos con la palabra del Señor y llevarlos hacia la salvación. El padre de Jaime era uno de los que asistía a las reuniones de oración con ímpetu y dedicación, y Ana se reunía al círculo de lectura bíblica de mujeres.

Alicia, la hermana de Jaime, a sus dieciocho años había adoptado el feminismo a su vida, y por lo tanto estaba en contra de todas las denominaciones cristianas. Creía fírmeme que las iglesias constituían familias con un detestable patriarcado. Alicia estudiaba sociología en la Universidad Centroamericana, llevaba el segundo año de la carrera, siempre fue excepcional con sus notas, y soñaba con una maestría en género. Las teorías de género la tenían absorta y daba por estúpido a su hermano menor que creía en todas esos mitos cristianos que su tío Anselmo le había mostrado. Anselmo le tenía mucho cariño a Alicia, pensaba que sus actitudes rebeldes eran excelentes para la búsqueda del conocimiento, a pesar de su ateísmo, Anselmo era condescendiente y nunca la obligó a participar en lecturas bíblicas o círculos de oración. Todo lo contrario, dejó que fuera libre y así ambos se tenían cariño, además debatían cuando se veían, a Anselmo le agradaban estos debates porque lo hacían posicionarse en su fe y Alicia adquiría identidad, necesaria para su desarrollo intelectual.

Jaime no odiaba a su hermana, pero la percibía una persona complicada, tanto así que oraba por ella para que fuera librada por el Señor y la trajera al rebaño. Alicia había adquirido un odio por su déspota padre que desde pequeños los obligó a leer las escrituras, fue hasta que entró a la universidad donde aprendió a desmitificar el sentido de las religiones leyendo filosofía y teoría de género. Jaime aún estaba en la secundaria, ambos estudiaron en el Colegio Bautista, y fueron instruidos con enseñanzas religiosas. Enseñanzas que Jaime adoptó con fervor porque creía que existía algo más allá de la muerte y no solo de la muerte sino de la creación maravillosa de la naturaleza que lo rodeaba, y que había esperanza para un mundo caótico, y había un gran hermano protegiéndolo de todo y guiándolo hacia el buen camino. No comprendía las decisiones de su hermana, no siempre fue así. Al inicio sí que despreciaba a su padre, pero creía también que existía un ser superior a todas las cosas. Su madre intentó llevarla al camino, pero siempre fue rebelde, y no fue hasta al entrar a la universidad donde se colocó en un posicionamiento sólido con fuertes convicciones. Ni siquiera fueron sus amistades las que influyeron en su decisión por despotricar en contra de las religiones, fue ella misma quien en lecturas marxistas y teoría de género descubrió una alternativa para sus búsquedas y respuestas acerca de la realidad. Jaime no tenía idea de estas lecturas, ni por cerca existía en su bagaje que era el marxismo o feminismo. Era un muchacho con ansias de una búsqueda divina. Búsqueda que parecía tenerlo al borde porque sus hábitos eran nada habituales a la de los demás muchachos de su edad. Oraba, leía la Biblia y buscaba la presencia del Señor como ningún muchacho de su edad.

 Alicia asistió ese día a la escuela dominical, siempre se quedaba callada porque no le interesaba debatir algo que para ella no tenía importancia. Detestaba a Federico, el diácono panzón, porque era burlesco y payaso. Creía que con sus bromas y chistes lograba ser jovial, y por eso Alicia lo detestaba. Además era bastante machista con sus bromas, cosa que pasaba desapercibido para los demás, pero no para Alicia.

Alicia estaba al lado de Jaime al momento del coro, rechinaba los dientes y hacía gestos de desprecio, pero era la única manera que podía seguir estudiando sociología; había llegado a un pacto con su padre: si asistía a la iglesia podía estudiar lo que ella quisiera. Jaime estaba decidido, quería ser pastor o misionero igual que su tío. Sus padres estaban contentos con tal decisión porque para eso le habían dado educación cristiana y lo habían enviado a un colegio con aspiraciones cristianas. Faltaba un año para culminar la secundaria, al año siguiente entraría al Seminario Bautista. Creía que estudiando teología podía acercarse más a Dios, y que se libraría de sus pecados. La educación en el Seminario Bautista de Managua era excepcional y, los graduados luego iban estudiar maestrías en divinidades para ser pastores o misioneros. Por eso tenía un gran prestigio y Jaime quería estudiar ahí. Sin embargo, los pecados rondaban en la vida de Jaime, el que más le atormentaba era el pecado de la lascivia, constantemente abundaban en sus pensamientos ideas lujuriosas, era inevitable, y sufría por eso, y más cuando escuchaba sermones sobre los mandamientos o en la escuela dominical cuando se hablaba del tema. También sufría porque se masturbaba con obsesión y veía pornografía, luego arrepentido le pedía perdón al Señor. Le agobiaba esa idea de que para tener sexo tenía que casarse. El pobre no era muy agraciado, todos los buenos genes se los había robado su hermana Alicia. Solo le quedó la inteligencia.

Desde niño sufrió por el pecado de la lascivia, constantemente veía con cara de acosador a las muchachas de la iglesia, se fijaba en sus senos, y entre más voluptuosos eran el deseo del niño aumentaba, pero era algo que nadie percibía, Jaime se sentía como un pervertido, él sabía bien su estado pecaminoso, y se culpaba por su pecado aunque no comprendiera su naturaleza humana. Daba por sentado que estaba mal, y que su pecado lo condenaría al tormento eterno. Odiaba sentirse de esa manera, y rogaba en llanto partido al Señor para que lo perdonara y lo ayudase a mejorar con ese pecado. No se daba cuenta que siempre iba a ser un pecado, porque la doctrina cristiana señala que el hombre está en un estado total de corrupción y no puede hacer nada al respecto; solo Cristo el salvador es quien limpia los pecados. Esta idea todavía no la comprendía. Creía que algún día dejaría de pecar y librarse de la carga que llevaba. Esta carga era igual de pesada que un trabajo estresante porque debía lidiar todos los días con el pecado de la lascivia, ya había leído que Cristo dijo si sufría de eso pues que se sacara los ojos, por un momento lo consideró, sin embargo, llegó a la conclusión que no podría sacarse los ojos, sería terrible porque pensaba que moriría desangrado.

El pastor aclaró la garganta, revisó sus papeles donde tenía escrito el sermón, buscó el Salmo 1 en su Biblia y dio inicio.

—Hermanos y hermanas, demos gracias hoy por estar reunidos como familia y roguemos al Señor para que con su Santa Palabra nos instruya y nos acerque más a su presencia. El día de hoy como pueden leer en los boletines, el tema del sermón trata sobre las bienaventuranzas, y en específico con lo que dice el Salmo 1. Leamos lo que dice. «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado, Sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche»—

Jaime había abierto su Biblia, y con reverencia entre labios leyó el versículo. Cerró los ojos y rogó al Señor: Padre en esta hora instrúyeme con tu palabra, hazme un hombre bueno, un hombre digno de ti. Ana, la madre de Jaime, también leyó el versículo y dijo “amén”. Alicia se rio mentalmente. Y el padre de Jaime, también dijo amén al mismo tiempo que Ana.

—Hermanos, como en todas las épocas, la maldad reina en el corazón de los hombres, y nosotros los hijos de Dios debemos evitar contagiarnos de la peste pecadora, debemos ser sigilosos ante la maldad y apartarnos, nosotros guardamos esperanzas en la palabra del Señor, que Él es nuestro salvador, y limpia nuestros pecados, debemos creer que su palabra es gozo y delicia. Por lo tanto, debemos seguir el camino del Señor, el camino de la gloria eterna a través de una vida santa y pura. Sacudamos pues el pecado de nuestras ropas y volvamos a la santa palabra, meditemos en ella tal como lo dice el Salmo, de día y de noche. Este acto de leer debe ser una experiencia renovadora en el cual nuestra alma se acerca a Cristo y con gratitud y humildad sobreponemos su palabra sobre todas las cosas.

—Sigamos adelante: «Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará». Solo hay regocijo en la palabra del Señor, en la vida prudente y sabia, solo en su presencia el hombre puede prosperar y crecer espiritualmente. Hermanos, tenemos a nuestra disposición este libro hermoso repleto de sabiduría y santidad, seamos prudentes y estudiemos con fervor la palabra del Señor para conocerle mejor y vivir en plenitud bajo la gracia.

—«No así los malos, que son como el tamo que arrebata el viento. Por tanto, no se levantarán los malos en el juicio, ni los pecadores en la congregación de los justos» Roguemos hermanos para que seamos levantados en el día del juicio, roguemos para que no seamos los malos que serán apartados del reino de Dios. Demos gracias y alabemos al Señor porque nos ha traído al redil y nos ha salvado del infierno eterno, que es definitiva estar apartado de su santidad.

—Continuemos: «Porque Jehová reconoce el camino de los justos; más la senda de los malos perecerá». Ojalá no seamos los que vayamos a perecer, sino que seamos los justos y los prudentes que siguieron con ímpetu el camino correcto y bendito de Cristo. Hermanos y hermanas, somos llamados a un reino celestial lleno de gloria y santidad, regocijémonos en la palabra del Señor para que seamos como árbol plantado, echemos raíces y frondosos alabemos al Padre. Demos gracias hoy por la bendición de haber sido apartados para la salvación y no para la condenación, alabemos al Señor. Amén.

—¡Amén! — dijeron todos los feligreses.

—Oremos hermanos y hermanas. Gracias Padre por tu bendita palabra que nos guía al camino sabio y prudente, que nos lleva a tu santa presencia y nos da la salvación, te damos gracias por darnos la oportunidad de servirte y alabarte con regocijo, te damos gracias por la vida que nos has dado este día, y por haber asistido a tu santo templo. Amén. 

Jaime se quedó meditando en el sermón del pastor. Se preguntaba si en verdad él era un árbol plantado junto a corrientes de aguas, y que a pesar de que no se juntaba con gente pecadora, él era un asiduo pecador, constantemente pecaba en su mente imaginándose a las mujeres desnudas, deseándolas con instinto salvaje. Pensó que si continuaba en pecado no se levantaría en el día del juico y sería apartado de la congregación. Rumiaba cada versículo del Salmo 1. Tomó su Biblia y leyó «Mas la senda de los malos perecerá». Pensó que él perecería debido de su naturaleza pecadora, y sus ansias lascivas que él así consideraba. Creía que era un detestable pecador, no se sentía digno por la causa de Cristo, cabizbajo, dejó de leer y levantó la mirada a la tarima y observó el coro cantar.

El coro cantaba, y todos los feligreses se daban la mano y se sonreían los unos a los otros. La gloria de Cristo se manifestaba en sus sonrisas. Cuando el coro paró, uno de los hujieres anunció en el púlpito que era la hora de las ofrendas. Y oró: Señor, en esta hora nos dirigimos hacia ti para bendecir estas ofrendas que sirven para la expansión de tu reino, damos con gozo nuestros recursos que son tuyos porque tú nos los ha proveído, bendícenos Señor y recibe nuestras ofrendas. Amén.

El padre de Jaime saludaba a Gregorio y a su esposa, tenían planes para un almuerzo en casa, luego se acercó el pastor y saludó al padre de Jaime y Ana. Y se aproximó a Jaime para también saludarlo. Y vio a Alicia y también la saludó. Los feligreses salían del templo y se dirigían unos a sus autos y otros se iban a pie a esperar un taxi o el autobús. Federico se acercó al padre de Jaime para saludarlo. También estaba invitado junto con su esposa al almuerzo. Cuando terminaron de hablar, el pastor se despidió y se fue a su oficina. La familia Altamirano abordó el auto y se dirigieron a la casa. Al llegar a su hogar, entraron y la asistente de la casa empezó a poner la mesa para el almuerzo. Al rato llegó Gregorio con su esposa y Federico también con su esposa. Se sentaron en la mesa. El padre de Jaime dio las gracias: Padre celestial, gracias por estos alimentos, gracias por esta familia y hermanos en Cristo que nos acompañan hoy en esta casa bendita, danos paz y bendice estos alimentos, que todo sea para tu gloria. Amén. Terminada la oración cada quien se dispuso a comer. Al terminar, Gregorio se fue con su esposa y también Federico. La asistente del hogar retiró los platos, y Ana, y el padre de Jaime se fueron a dormir, y Alicia se puso a estudiar. Jaime fue a su habitación a leer su porción diaria de las escrituras que consistía en leer varios libros a la vez.

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