Durante las semanas siguientes Andrew se volvió loco buscándome.
Llamó a cada una de mis amistades y nadie supo darle razón.
Probó desde celulares ajenos y descubrió que el mío seguía apagado: para dejarlo atrás, yo había cortado todos los contactos.
Se dejó caer en la depresión; solo conseguía dormir con varios tragos encima.
Selena quiso aprovechar el vacío y se mostraba “preocupada”, pero Andrew la apartaba una y otra vez.
Terminó por odiarla: de no ser por ella, me habría casado con él hace mucho; no me habría roto el corazón 66 veces.
Una noche, tras otro desaire, Selena estalló entre sollozos:
—¿Por qué me culpas, Andrew? ¡Ni siquiera te enfrentas a lo que sientes! Si amaras tanto a Ivy, ¿por qué me protegías, por qué la dejabas plantada?
—¡Nadie te obligó a cuidar de mí; tú lo elegiste!
Cada palabra tocó el secreto que Andrew callaba:
Me amaba, sí, pero tras siete años la relación le parecía rutina. Entonces llegó Selena: joven, guapa, vulnerable. Atenderla le supo a novedad.
Se