Los ojos de Amara, oscuros y ardientes, se encuentran con los de su padre por un instante fugaz, pero suficiente para que una ráfaga de emociones cruce entre ellos. Dolor, orgullo herido yhrabia.
Carlos suspira, pero su expresión se mantiene impenetrable.
–Si continúas con este compromiso, estarás dejándote humillar, demostrando que eres un plato de segunda mesa, un poco cosa– Su voz es baja, pausada, pero cada palabra pesa como una losa. –Y yo no te he criado para eso.
–¿Ah, sí? –escupe con una risa amarga. –Y para qué me criaste, entonces? –escupe con una furia que no intenta contener. –¿Para ser la empleada de tu prometida? ¿Para servirle el plato mientras ella se sienta a tu lado como si fuera una reina y yo no fuera más que una sombra en esta maldita casa?
Carlos la observa con el ceño fruncido, pero no responde de inmediato. –Solo dices estupideces – gruñe finalmente, sacudiendo la cabeza. Su decepción es un cuchillo que se clava hondo, aunque Amara jamás lo admitirá.
Si