SÁNAME

A diferencia de las noches del último mes, esta vez no soñé con mi esposo, sino con un pasado más remoto y con el hombre en él. En sueños, volvió el recuerdo de nuestros días juntos, cuando nos conocimos en un burdel, la noche en que yo, forzada por una deuda, acababa de convertirme en una prostituta y él se presentaba como mi primer cliente.

"Liliana, la chica que se aseguraba de que no escapará, y yo nos detuvimos frente a una puerta negra en el fondo de un pasillo en la planta más alta del burdel. Allí ella me soltó el brazo y en silencio me ajustó el antifaz a la cara.

—No te lo quites por nada del mundo, porque no solo es nuestra carta de presentación, sino también es nuestro seguro de vida. El antifaz mantiene nuestras identidades seguras de los clientes.

Posteriormente, me arregló la corta falda de malla transparente y el sexi bustier.

—Solo haz lo que él te ordene. Y no le hagas ninguna pregunta, ni siquiera sobre su nombre. Solo llámalo "Mi señor".

Me estremecí por dentro cuando Liliana abrió la pesada puerta de metal para mí. Entonces, antes de poder ver qué había en el interior, me empujó suavemente dentro. Inmediatamente escuché la puerta cerrarse detrás de nosotras. Lo primero que procesé de la habitación fueron las paredes de cristal, luego miré el techo de espejos negros y el suelo cubierto por una aterciopelada alfombra roja.

Y finalmente, mis ojos se concentraron en el hombre en el centro de la habitación, sentado en un sillón individual de piel, con una pierna descansando despreocupadamente sobre otra, mientras su brazo derecho descansaba en el reposabrazos y mantenía una interesada mirada puesta en mí, al tiempo que se acariciaba los labios con unos largos dedos.

Al cruzarme con la filada mirada del hombre, una esquina de la boca se curvó hasta formar una media sonrisa nada amistosa.

—Mi señor Daniels —lo saludó Liliana, hablándole como si el fuese el Rey y nosotras, sus esclavas.

Tragando saliva, observé al hombre sin moverme y él me devolvió la mirada con cierto desdén y visible arrogancia; exactamente como un Rey miraría a alguien inferior. No usaba nada que le cubriera el rostro, así que podía ver que era bastante apuesto: de mandíbula firme y rostro anguloso; sus ojos eran dorados, como el color de la miel o, quizás, más cercano a la lava que escapa del volcán. Pero de su persona, además de gran atractivo, también emanaba algo más: peligro y poder. Aunque lo que era peor, no estaba solo. Se encontraba rodeado por varias chicas en escandalosa lencería negra, cuyas sensuales miradas maquilladas se asomaban a través del antifaz distintivo del burdel.

Es joven, pensé sin dejar de verlo. Debe tener 27 o 28 años, tal vez menos.

Por su parte, él también me observó fijamente por más de un minuto, estudiando mi cuerpo a detalle, traspasándome con una crítica mirada que me heló el pecho. Mientras nos observábamos, el color intenso de su mirada me recordó vagamente a los feroces lobos, a sus ojos y a sus peligrosas fauces abiertas...

Pero también, por un brevísimo instante, muy en el fondo de esos ojos creí ver una cálida tarde de otoño; las hojas cayendo y el sol brillando entre las ramas de los árboles.

—¿Quién es ella? —preguntó repentinamente, despedazando mi ilusión. Tenía una increíble voz demasiado varonil, profunda y ligeramente gutural. Su voz era una carta que invitaba a imaginar muchas cosas.

Me ruboricé un poco y esa fue la primera vez que me sorprendí de mis pensamientos impuros. Porqué pensé en los distintos contextos donde sería dichosa de oír esa voz..."

Me desperté de golpe, con el corazón acelerado y un leve rubor en las mejillas. Intenté levantar una mano para tocarme la cara, pero me fue imposible y al mirar a mi lado, noté cómo su mano envolvía la mía.

—Lizbeth —dijo mi nombre real con un tono suave y dulce, como solo me hablaba a mí.

¿Qué significaba ese reencuentro? Había pasado más de un año desde ese recuerdo donde lo conocí, pero él seguía exactamente igual. Igual de apuesto y oscuramente perfecto. Su mirada seguía tan dorada como siempre, desentonando con el resto de su sombría persona.

¿Qué ocurrirá ahora que nos hemos vuelto a encontrar? Esa fue la pregunta que rondó en mi cabeza mientras observaba al señor Demián cuidar de mí durante el día. Él se quedó conmigo una semana completa y se encargó de todos mis cuidados; pero no preguntó sobre mi accidente ni sobre la muerte de mi esposo, tampoco sobre lo que haría después de salir del hospital. Solo me acompañó y cuidó de mí, hasta que los médicos me dieron el alta.

Entonces, mientras me acomodaba en la silla de ruedas y nos preparábamos para irnos, al fin tocó el tema.

—Lizbeth, ¿qué ocurrirá ahora? —inquirió arrodillándose frente a mi silla, mirándome con una expresión intensa—. ¿Qué piensas hacer?

¿Qué pensaba hacer a partir de ese punto? Mi esposo Sebastián, con quién había vivido los últimos 4 meses, había muerto y yo aun no superaba su partida. Nos habíamos casado hacía tan poco y nuestra vida juntos había sido tan breve, que parecía más un sueño que una realidad.

Además, sabía que, debido a que mi marido Sebastián Isfel había sido un rico Ceo, fuera del hospital todo debía ser un lío, habría reporteros, periódicos, noticias, líos en su empresa y filiales. ¿Cómo podría lidiar yo con todo eso? Yo no era una empresaria como mi esposo, yo aún tenía 19 años y cursaba la universidad: era una estudiante que se había casado con un Ceo sin saber nada acerca de ese mundo. Sí salía, la prensa me destruiría, me harían trizas por el accidente.

Y solo conocía a alguien que podría ayudarme, un hombre que estaba sumergido en un mundo peligroso y sombrío: la mafia, pero que mantenía las apariencias al ser socio de algunas empresas. Entre ellas, las de mi esposo. El señor Demián tenía acciones en la cadena inmobiliaria de mi esposo.

¿Tenía derecho a pedirle ayuda después de haberlo abandonado para casarme con otro hombre? No, no lo tenía. Pero en ese punto, no me importaba rogarle.

—Mi señor —lo llamé y él se sorprendió, pues solo solía llamarlo así cuando era su prostituta—. Por favor, ocúpese de las empresas de mi esposo. Yo... yo no soy capaz.

Bajé la mirada y apreté los párpados para no llorar de nuevo.

—No quiero volver a casa y limpiar su oficina —dije con dolor—. No quiero ver a sus amigos ni recibir sus condolencias. Solo... solo quiero irme lejos por un tiempo y despedirme de él en paz. Ocuparme de sus asuntos... sería demasiado doloroso para soportarlo —admití al borde del llanto.

Durante un largo minuto, el señor Demián no me respondió. Solo me miró, observó el dolor que aun latía dentro de mí, hasta que finalmente llevó una mano a mi mejilla y, acariciándome como en el pasado, asintió.

—Lo haré, me encargaré de todos los asuntos de Sebastián Isfel. Tú ve a donde quieras y dile adiós, mientras tanto, yo me ocuparé de cualquier cosa que tenga que ver con sus negocios. Puedes confiar en mí.

Mis labios temblaron cuando le sonreí levemente en señal de agradecimiento. No merecía que estuviera conmigo, menos que me apoyará. Yo había abandonado a ese hombre, le había roto el corazón y, aun así, él seguía preocupándose por mí, cumpliendo la promesa que me hizo la última vez que nos vimos: "estaré para ti hasta que muera, eso también lo prometí. Sí algún día me necesitas, vendré a ti sin dudarlo".

—Pero, Livy, debes hacer algo por mí a cambio —agregó repentinamente, acercando su rostro al mío.

Me tensé en la silla, de repente me veía reflejada en sus pupilas, justo como solía hacerlo en el pasado. Me vi rodeada de ese halo dorado, como si estuviese en medio de un fuego. Y, como si resurgieran de un pozo sellado, mis sentimientos por él volvieron y atravesaron mi pecho con un fugaz latigazo.

Volví a sentir un matiz de amor por él: intenso, pasional y chispeante.

—Cuando estés lista, vuelve —me dijo, acercándose más y tomando mi cara entre sus manos, hablándome en voz baja y apasionada. Era como si temiera que yo escapase—. Y esta vez, quédate a mi lado, donde puedas estar segura. No vayas a ningún lado otra vez, solo vuelve a mí y déjame cuidarte, como siempre debió ser.

Contuve la respiración, mirándome en sus ojos dorados, mientras mis emociones resurgían y me envolvían en un poderoso torrente. ¿Podía hacerle esa promesa? Sí volvía a su lado después de despedirme de mi marido, sería para quedarme para siempre a su lado, ¿cómo su mujer? Igual que durante nuestra etapa juntos, ¿volvería a ser la mujer de un mafioso? ¿Eso quería él? ¿Quería recuperarme?

Mientras nos mirábamos, mi historia con él volvió a mi cabeza: A causa de que mi hermana mayor se había fugado y robado una fortuna de Odisea, el burdel donde trabajaba, a los 18 años yo me hice cargo de su deuda y entré a trabajar como prostituta al burdel. Como consecuencia, el señor Demián y yo nos conocimos; él era un importante socio de Odisea y yo, una novedad. Esa primera noche le entregué mi virginidad y, al no querer compartirme con nadie más, el señor Demián me compró al burdel y me convertí en su prostituta exclusiva. Me llevó a vivir con él y con el paso del tiempo nuestra relación dejó de ser solo sexo para volverse más íntima. Nos enamoramos.

Pero no acabó bien. Nos amamos, reímos, sufrimos y cuando mi esposo Sebastián se involucró en mi vida, el señor Demián y yo pusimos fin a nuestra relación. Creí que lo nuestro nunca podría ser.

—Lizbeth, prométeme que después de recuperarte, volverás conmigo —añadió a un palmo de mi boca, ansioso por oír mi respuesta—. Solo así haré lo que pides y te dejaré salir de este hospital.

Contuve el aliento, mirando su apuesto rostro llenó de angustia y expectación. Mis profundos sentimientos por él que en esos momentos comenzaban a envolverme como una ola, ¿serían suficientes para reconstruir lo que alguna vez tuvimos? ¿Sería apropiado o inmoral recuperar mi relación con un mafioso?

¿Realmente podría volver a ser la mujer de Demián Daniels, un hombre tan amenazante como apasionado y explosivo, uno de los mafiosos más poderosos del bajo mundo? Solo algo tenía claro: yo ya había tomado demasiado de él, incluso le pedía hacerse cargo de los negocios del hombre por quién lo dejé, y todo mientras yo huía lejos y dejaba esa vida atrás como una cobarde.

—Mi señor —expiré al fin, apoyando mi palma sobre la suya y presionando mi mejilla, hasta sentir el reconfortante calor de sus dedos—. Prometo volver. Y prometo no volver a irme jamás.

Como respuesta, ambos suspiramos al unísono. Él aliviado y yo llena de dudas. Esta vez, ¿podría alcanzar la felicidad a su lado? Esta vez, ¿mi historia inconclusa con él tendría otro final?

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