Rosanna se entretuvo con las narraciones de la niña sobre sus programas favoritos y lo que aprendía en la escuela. Escucharla cantar esas rondas infantiles la llenaba de un sentimiento familiar de alegría. Segura de que ya las había escuchado tantas veces que, aunque las memorias se hubieran esfumado, algo en su interior las reconocía.
Después de un par de horas, Liliana les anunció que debían marcharse. Usó la excusa de los horarios de visitas que se debían cumplir, aunque tanto Rubén como ella sabían que las reglas no se aplicaban en su caso. Sin embargo, cuando él la miró con reproche, las cejas levantadas de Liliana le indicaron que era mejor obedecer.
De todas maneras, lo llevó a un rincón mientras la niña se aferraba a su mamá, rogando quedarse para hacer una pijamada.
—¿Qué sucede? —cuestionó Rubén en un tono nada amigable.
—Ella está adolorida. No ha dicho nada ni lo dirá porque no quiere separarse de su hija, pero mírala… Las costillas deben dolerle horrible. Después de la cr