Volvieron al salón y a Rubén le bastó cruzar la mirada con su madre y señalar el pasillo con un gesto de la cabeza para que ella se excusara y lo siguiera. Su expresión permanecía impasible: Olivia era experta en mantener una máscara perfecta que nunca delataba ni un atisbo de sus verdaderos pensamientos, mucho menos de sus emociones.
Mientras avanzaban, Rubén se preparó para una discusión inevitable. Sin embargo, al llegar al despacho y quedarse a solas, solo encontró una sonrisa enigmática en el rostro de su madre.
—Ya sé lo que me vas a decir, ahórratelo —soltó Olivia, agitando la mano como si espantara un mosquito. Rubén frunció el ceño.
—¿Ahora también lees mentes?
—Ellas son tan transparentes que casi llevan letreros.
—Si ya sabías que nada de eso les gustaba, ¿por qué insististe en esos planes?
—Primero, porque no se puede tomar a la ligera. Esas niñas son hijas de banqueros, embajadores y ministros. Esperaba que captaras el mensaje. Debemos reforzar la seguridad y coordinar co