El rey Caerbhall había hecho acopio de paciencia por años. Después de más de ocho siglos no podía decir que amaba todavía a su esposa, ni siquiera porque era su mate, pero no le quedaba más remedio que tolerarla, porque eran demasiados y demasiado peligrosos los secretos que compartían.
Sin embargo hasta ese momento la reina madre había procurando siempre mantenerse fuera de sus asuntos, y el rey había tenido buen cuidado de mantenerla vigilada, pero esta vez las intrigas de Erea habían superado sus expectativas.
—¡¿Mandaste a reunir a la corte en Nunavut?! —gritó entrando a su recámara y haciendo un gesto a su guardia para que saliera.
La reina le dedicó una mirada inocente que ni ella se creía.
—Por supuesto.
—¿Con permiso de quién? ¡No me consultaste nada! &m