Apenas desaparecer de la vista de Francine, Natan caminó sin prisa por unas calles estrechas del centro hasta doblar en un callejón angosto, escondido entre dos edificios antiguos.
Era el tipo de lugar que cualquier persona sensata evitaría, pero a Natan la sensatez no le importaba.
Ya había cruzado muchos callejones en la vida, tanto figurativamente como literalmente.
Al final del callejón subió dos peldaños de una escalera metálica oxidada y se sentó. Estaba sin aliento, pero sonreía.
Sacó su celular del bolsillo y abrió la aplicación de rastreo. Un punto azul parpadeaba en tiempo real: Francine.
Ella estaba exactamente donde debía estar. La AirTag escondida discretamente en el forro del bolso era su garantía.
— Ahora ya no vas a escapar de mí, muñequita.
Unos minutos después, un hombre con una chaqueta gastada se acercó desde el lado opuesto de la calle.
El pelo despeinado y el andar sigiloso denunciaban su “profesión”.
— ¿Y entonces? — dijo el hombre, sacando un paquete de cigarri