Narrado por Mia Blackwood
El despertador sonó como un martillazo en mi cráneo. Tenía la boca seca, un sabor amargo a champán barato y, lo peor de todo, un recuerdo punzante que me hacía querer enterrarme viva: Liam Donovan me había visto llorar. No solo eso, me había sostenido mientras yo me deshacía en pedazos como una principiante en el asiento trasero de su coche.
Me senté en la cama de golpe, ignorando el mareo.
—Maldita sea —susurré, frotándome las sienes.
Había roto la regla de oro de los Blackwood: la vulnerabilidad es una sentencia de muerte. Había dejado que el "empleado", el muro de piedra, viera las grietas de mi jaula de cristal. Sentí una oleada de náuseas que no tenían nada que ver con la resaca. Tenía que reconstruir ese muro, y tenía que hacerlo ya, con cemento armado y espinas.
Me puse un vestido de seda color perla, me apliqué una capa extra de corrector bajo los ojos y me pinté los labios de un rojo tan intenso que parecía una advertencia de peligro. Bajé las escale