—¡Eres una estúpida! —espetó Zaid, antes de empujarla brutalmente.
El golpe la lanzó de espaldas contra el suelo, y un desgarrador grito escapó de su garganta. El dolor se le clavó en la columna como si mil cuchillas se encajaran a la vez. Sus heridas, aún frescas y maltratadas, ardieron con una intensidad insoportable. Eso era exactamente lo que Zaid buscaba: verla retorcerse, quebrarla donde más dolía.
Se acercó a ella con paso decidido, como si el sufrimiento ajeno le alimentara el alma marchita.
Se lanzó sobre su cuerpo, intentando someterla, tratando de inmovilizarla a la fuerza. Pero Jordan, aún con el cuerpo debilitado por la falta de alimento, aún con la espalda ardiendo de dolor, se resistía. Se debatía con uñas y dientes, con una fuerza nacida no del cuerpo, sino de la voluntad indomable de no rendirse. No podía permitir que él ganara, no podía permitir que esa oscuridad la tragara por completo.
Zaid, limitado por la falta de una mano, se vio frustrado ante la fiereza de esa