Apenas llegué al apartamento, me quité los zapatos y dejé las llaves sobre la mesita de la entrada. Ni siquiera encendí las luces. El atardecer que entraba por los ventanales bastaba para llenar el espacio de una luz cálida y tenue, perfecta para esconder el caos en el que me sentía sumida.
Me dejé caer sobre el sofá con el teléfono en la mano. Apreté el ícono de llamada antes de que mi mente tuviera tiempo de retractarse.
—¿Ivy? —La voz de Adrián fue inmediata, tranquila, como si hubiese estado esperando justo al otro lado de la línea.
—Hola —dije, bajito, con ese nudo en la garganta que había ignorado todo el día.
—¿Ya puedes respirar?
Sonreí, aunque él no pudiera verlo. Mi falta de aire no era tanto por el trabajo, más bien por la situación que estaba viviendo.
—Un poco. El día fue largo.
—Lo imagino. ¿Quieres hablar de eso?
—Sí. No. No sé.
Hubo un breve silencio, cómodo. Adrián sabía escuchar incluso cuando yo no sabía cómo hablar.
—Está bien. Podemos solo... estar.
“Podemos solo