—Es... perfecto, que bueno que no se te quemo —dijo ella bromeando mientras Alejandro colocaba el plato frente a ella y tomaba asiento al otro lado de la mesa.
El desayuno transcurrió en una conversación ligera, con risas suaves y miradas que decían más de lo que las palabras podrían expresar. Luciana sentía que, por primera vez en mucho tiempo, el peso de los resentimientos y las heridas del pasado se disipaba. Algo en la simplicidad de ese momento hacía que todo pareciera más fácil, más posible.
Cuando terminaron, Alejandro se levantó y tomó los platos, dispuesto a limpiar la cocina. Pero antes de que pudiera ir muy lejos, Luciana lo detuvo, poniéndose de pie y acercándose a él.
—No tienes que hacer todo tú —le dijo suavemente, tomando uno de los platos de sus manos—. Déjame ayudarte.
Alejandro se detuvo, mirándola a los ojos, y por un segundo el tiempo pareció detenerse.
—Luciana —murmuró, dejando los platos a un lado y tomándola por la cintura—. No sabes cuánto te he extrañado. To