Nunca creí en cuentos de hadas, mucho menos en finales felices. Mi mundo es un cabaret, donde las luces son fugaces, los aplausos son vacíos, y los hombres no ven más allá de mis piernas. Todo lo que quiero es lo que puedo contar: billetes, joyas, lujos. El amor, si es que existe, no paga las cuentas. Pero entonces llegó Vicente "el Toro" Mendoza. Alto, oscuro, peligroso... y completamente obsesionado conmigo. Dice que me quiere, que soy suya. Lo dice con esa voz que podría convencer a una tormenta de detenerse y con esos ojos que me prometen el mundo, aunque sé que ese mundo está teñido de sangre. No puedo negar que me atrae, que me quema con cada mirada y me desarma con cada toque. Pero su amor no es normal; es salvaje, posesivo, capaz de derribar a cualquiera que se interponga. Y yo, con toda mi indiferencia, he aprendido a temerle tanto como desearle. ¿Quién gana cuando un depredador se enamora de una mujer que se niega a ser su presa? ¿Cuánto puedo resistir antes de que su pasión me consuma por completo? En este juego de poder, secretos y deseo, solo sé una cosa: si Vicente Mendoza me ama, eso podría ser mi ruina… o mi salvación.
Leer másAh, el amor. Esa cosa maravillosa que la gente insiste en buscar como si fuera la cura para todos los males del mundo. Yo, sin embargo, siempre he tenido claro que el amor es una transacción. Algo que se negocia, se vende, se compra. Y, hablando de compras, ahí es donde entra él: Vicente "El Toro" Mendoza.
Vicente, mi querido y obcecado Toro, es de esos tipos que huelen a dinero desde tres cuadras de distancia. Llega al cabaret todas las noches como si fuera el dueño del lugar —y para ser justos, probablemente lo es. La forma en la que los camareros le abren paso y los otros clientes se callan cuando pasa... todo eso me dice que este hombre tiene más poder del que debería tener cualquier ser humano. Yo, mientras tanto, solo muevo mis caderas al ritmo de la música, con la precisión de quien sabe exactamente cuánto vale cada movimiento. Él me mira desde su mesa VIP con sus ojitos de tiburón, creyendo que me tiene en la palma de su mano, y yo finjo que no lo noto. Vicente me quiere. No, "me quiere" no es la palabra correcta. Está obsesionado. Esa clase de obsesión que solo puede tener un hombre con demasiado dinero y demasiado tiempo libre. Él piensa que puede comprarlo todo, y yo, para ser franca, lo dejo creer que tiene razón. Me manda flores, joyas, autos. Cosas brillantes que me arrancan una sonrisa, aunque no tanto por el valor sentimental sino por el valor de reventa, claro. —Eres mía, Valeria —me dice una noche mientras me toma del brazo, justo cuando termino mi número de baile. "Eres mía" como si fuera a escribir su nombre en mi piel con un tatuaje de mal gusto. —Soy de quien pague mejor —le contesto con una sonrisa que él, pobre iluso, confunde con coquetería. La verdad es que me da más pereza que miedo. Y ahí está el problema: Vicente no entiende que yo no estoy en este negocio para que alguien me rescate. No quiero que me saquen del cabaret ni que me lleven a una mansión en las colinas. A mí me gustan los billetes, no los anillos. Pero Vicente, con su cabecita de matón romántico, piensa que me puede "salvar" de esta vida, como si yo fuera una princesa en una torre y no una mujer que disfruta la danza… y los fajos de billetes. Él sigue enviándome regalos, y yo sigo aceptándolos con gratitud moderada. Pero el problema es que Vicente no se cansa. Está convencido de que todo esto es un juego, uno en el que tarde o temprano yo cederé y caeré rendida a sus pies. Cree que sus malditos Rolex y su colección de autos deportivos son pruebas de afecto, cuando lo único que prueban es que tiene pésimo gusto para comprarme cosas. Si me conociera realmente, sabría que prefiero los zapatos caros. Pero, claro, los hombres como él no ven más allá de sus narices. Él sigue viniendo, me sigue persiguiendo, y yo sigo bailando. A veces me pregunto cuánto tiempo más va a durar esta farsa. ¿Cuánto tiempo hasta que Vicente se dé cuenta de que mi corazón, como mi cuerpo, está en venta? Y que su billetera, por gruesa que sea, no tiene suficiente para comprarlo. Hasta entonces, seguiré bailando, mientras él me mira con esos ojos de posesión que me hacen rodar los míos cada vez que me da la espalda. Porque, al final del día, siempre hay otro "Toro" dispuesto a pagar un precio más alto. Y Vicente, pobre infeliz, cree que ya ha ganado. Y ahí está la trampa, ¿no? Vicente, con su aire de macho alfa, está convencido de que esto es una cacería y que yo soy el trofeo. Pero lo que no sabe es que yo cazo mucho mejor que él. Él es un depredador de manual: directo, agresivo, predecible. Yo, en cambio, soy una cazadora paciente. Me gusta observar, medir, calcular. Así que cuando Vicente me invita a su lujoso ático una noche, pienso: ¿Por qué no? Un poco de champán y una cena de cinco platos no le vienen mal a nadie. Además, algo me dice que este podría ser el gran final de nuestro pequeño jueguito. Me recoge en su auto, una bestia negra con más caballos de fuerza de los que cualquier persona con sentido común debería necesitar. Me abre la puerta como si fuera un caballero y no un mafioso que probablemente ha hecho desaparecer a más personas de las que puedo contar. Su fragancia, esa mezcla abrumadora de cuero caro y algún perfume pretencioso, llena el auto. —Estás hermosa, Valeria —me dice mientras arranca el motor. Esa sonrisa suya, de tiburón satisfecho, me hace arquear una ceja. Me sé hermosa, pero que lo diga él es como si un perro elogiara un bistec. —Gracias, Vicente —respondo, dejando que mi tono suene un poco más dulce de lo normal. Un toque de azúcar para balancear el veneno. Llegamos a su ático, que es tan ridículamente ostentoso como me lo esperaba. Mármol por todas partes, arte contemporáneo que claramente alguien eligió por él, y una vista panorámica de la ciudad que debería quitarme el aliento, pero no lo hace. Vicente, el pobre, piensa que todo esto impresiona, que me tiene deslumbrada, cuando lo único que hago es calcular cuánto cuesta cada m*****a pieza de mobiliario. La cena transcurre con una conversación que apenas escucho. Él habla de negocios, de tratos sucios y de cómo tiene todo bajo control. Lo de siempre. Yo asiento y sonrío en los momentos adecuados, como una muñeca de porcelana que él puede presumir ante sus socios. Pero, entonces, llega la parte interesante. Al final de la cena, Vicente se levanta, da una vuelta alrededor de la mesa y se inclina hacia mí. Siento su aliento en mi cuello antes de que susurré esas palabras que siempre supe que llegarían: —Quiero que dejes el cabaret, Valeria. Te voy a cuidar, a proteger. Te mereces algo mejor.El sol apenas comienza a despuntar en el horizonte cuando me alejo de esa casa, sintiendo el frío en la piel, pero sobre todo en el corazón. El peso de la noche anterior sigue aplastándome, pero sigo caminando. No sé hacia dónde, solo sé que no puedo quedarme ahí, en ese lugar que se ha convertido en un cementerio de todo lo que solía ser.La vida sigue, como siempre, con o sin Vicente. Pero para mí, la vida dejó de tener sentido en el momento en que su pecho dejó de moverse bajo mis manos.Sigo caminando durante horas, hasta que mis pies ya no pueden más, hasta que el dolor en mis piernas es lo único que siento. Me encuentro en la mitad de la nada, una carretera desierta que se extiende ante mí como una promesa de olvido. Tal vez, si sigo caminando, el dolor eventualmente se desvanecerá.Pero entonces, un sonido rompe el silencio. El motor de un coche que se aproxima desde la distancia. No le presto atención. No me importa quién sea.Sin embargo, el coche desacelera a mi lado, y cuan
Mi corazón se detiene por un momento. Vicente, el hombre que siempre se escondió detrás de una fachada de frialdad, que nunca dejó ver lo que realmente sentía, acaba de decirme lo que más temía y deseaba escuchar al mismo tiempo.—No, no me digas eso ahora, —le susurro, negando con la cabeza mientras las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. No quiero que esto sea una despedida. No puede serlo.Pero él me mira con esos ojos oscuros y profundos, y sé que, aunque intente negarlo, esta es nuestra despedida. Esos tres pequeños segundos de sinceridad antes de que todo desaparezca.El coche se detiene de golpe, y los hombres de Luca abren la puerta de inmediato, listos para sacar a Vicente y llevarlo adentro. Pero sé que es inútil. Ellos también lo saben, aunque se aferran a esa esperanza vana que acompaña a todo ser humano en estos momentos críticos.—¡Rápido, llévenlo adentro! —grita Luca, pero yo no puedo moverme. Mis manos siguen aferradas a Vicente, como si dejarlo ir fuera equi
Luca corre hacia mí, sus movimientos rápidos y calculados, como siempre lo ha sido en la vida de Vicente. El tipo que nunca ha mostrado una pizca de emoción, pero esta vez sus ojos están llenos de algo que no había visto antes: urgencia.—Tenemos que sacarlo de aquí, Valeria, —me dice con dureza, pero veo la duda en sus ojos. Sabe lo que yo ya sé, aunque no quiero aceptarlo.—Llévalo al coche. —Luca da la orden y sus hombres levantan a Vicente con cuidado. Lo veo desvanecerse en sus brazos, sus ojos cerrados, su rostro pálido.Subimos al coche con él, y mis manos no lo sueltan ni por un segundo. La sensación de su sangre tibia en mis dedos me quema, como si cada gota que pierde fuera una parte de mi alma que se va con él.—Aguanta, Vicente. —Mis palabras son más para mí que para él. Mi corazón late con la desesperación de saber que el hombre que me ha protegido, el que me ha hecho sentir tantas cosas a la vez, se está apagando.—Llévenlo al refugio, rápido. —Luca ordena a los demás, y
El sonido de la bala se escucha antes de que pueda procesar lo que está pasando. Es como si el tiempo se congelara. Mi grito queda atrapado en el aire, mientras veo cómo todo a mi alrededor se desmorona. El impacto del proyectil golpea a Vicente justo en el costado, un estallido sordo que reverbera en mis oídos como si todo el mundo se hubiera quedado en silencio, solo con ese maldito sonido flotando en el aire.—¡Vicente! —grito de nuevo, esta vez con más desesperación, pero mi voz se quiebra.Vicente se tambalea, pero se mantiene en pie. Sus ojos me buscan mientras su mano se aferra a la herida, intentando contener la sangre que se escapa, pero lo veo—sé que está perdiendo la lucha contra el dolor.—Corre, Valeria..., —murmura, su voz apenas un susurro entre disparos y caos. Pero no me muevo. No puedo.Mi cuerpo se niega a obedecer esa orden. Todo lo que quiero hacer es correr hacia él. Puedo ver la sangre manchando su camisa, esa maldita sangre que no para de brotar. Mi corazón se
Me arrepiento de la pregunta en cuanto las palabras salen de mi boca. Pero no puedo evitarlo. Mi cabeza está a punto de explotar de tantas dudas, y mi corazón no está mejor.Vicente me lanza una mirada rápida, y por un segundo creo ver dolor en sus ojos, pero se desvanece antes de que pueda confirmarlo. Vuelve a concentrarse en la carretera.—Tú siempre fuiste lo único real, —murmura, apenas audible. Sus palabras son como una bofetada suave, inesperada, pero no menos intensa. Me dejan sin aire, aunque no sé si quiero creerle.Antes de que pueda responder, el coche frena bruscamente, y mi cuerpo es lanzado hacia adelante, retenido solo por el cinturón de seguridad. El chirrido de las llantas es ensordecedor en la quietud de la madrugada.—¿Qué pasa? —pregunto, con el corazón acelerado. Miro por la ventana y mi sangre se congela.Delante de nosotros, en la carretera desierta, hay dos SUV negros, bloqueándonos el paso. Las luces altas nos ciegan, y mi estómago se hunde al darme cuenta de
El camino por delante parece interminable, y una sensación de inevitabilidad me oprime el pecho. No sé cómo saldremos de esto, pero sé que, de alguna manera, todo está a punto de explotar. Y cuando lo haga, no habrá lugar donde escondernos.De repente, suena el celular de Vicente, rompiendo la tensa calma. Lo saca del bolsillo y frunce el ceño al ver quién llama.—Es uno de mis hombres, —me informa, y aunque su tono parece casual, sé que no lo es. Se lleva el celular al oído, con esa actitud de siempre, como si estuviera a punto de dar una orden que cambiará todo—. ¿Qué pasa?Me quedo en silencio, observando su rostro mientras la llamada se desarrolla. No puedo oír lo que le dicen al otro lado, pero puedo ver el cambio en su expresión. Al principio, su ceño se frunce más, luego sus labios se tensan, y finalmente, su rostro se oscurece con algo que no es más que puro enfado.—Mierda. —Murmura mientras cuelga el celular.—¿Qué pasa? —pregunto, mi estómago revolviéndose de anticipación.
Último capítulo