Capítulo 5
Habían pasado tres días desde que Sofía llegó al hospital. Durante ese tiempo, solo una enfermera practicante venía ocasionalmente a desinfectar y aplicarle medicamentos, aunque solo le pasaba un poco de agua a las heridas y le aplicaba, sin piedad, tintura roja… Obvio que a Sofía le ardía y dolía a muerte esa bestialidad.

Con los nudillos blancos aferrada a las sábanas, mordiéndose los labios y la frente brillante de sudor, Sofía aguantaba aquél proceso.

Al ver esta escena, Diego no pudo evitar arrebatar el frasco de medicina para aplicarla él mismo:

—¿Por qué ya no dices que te duele? Antes, ¿no te quejabas siempre para que yo te consolara?

Antes, Sofía hacía berrinches por todo y Diego la consolaba, ahora lo soportaba en silencio.

Diego se quedó callado, esperando que le respondiera, quería darle la oportunidad de justificarse, después de todo seguía siendo su prometida, alguien que le pertenecía.

Pero Sofía solo giró la cabeza, como si no quisiera mirarlo, y respondió con indiferencia:

—Lamento las molestias que te cause antes, no volverá a suceder y si sientes que solo soy un estorbo, pediré al abuelo que lo cancele.

Al escuchar esto, Diego frunció el ceño instantáneamente: —¿Qué?

—¿Qué? ¿Sigues jugando a hacerte la difícil de nuevo? ¡Deja de comportarte tan irracional!

Como un león enfurecido, arrojó lo que tenía en la mano y salió furioso dando un portazo, dejándola sola frente a los frascos de medicina desparramados.

Sofía sonrió débilmente. No estaba jugando a nada, simplemente decía la verdad.

Al día siguiente, Gabriel apareció en la puerta de la habitación del hospital.

Al ver a este anciano que, sin ser su pariente de sangre, era como familia, los ojos de Sofía se enrojecieron al instante.

Cuando estaba atrapada en la montaña, además del miedo a la muerte, su mayor preocupación era este bondadoso abuelo.

Años atrás, cuando sus padres fallecieron, fue Gabriel quien la tomó de la mano y la llevó a la casa de los Martínez, arreglando personalmente su alojamiento, comida y ropa, y asegurándole que si alguna vez tenía problemas, podía acudir a él.

Pasara lo que pasara, siempre la apoyaría.

Sofía, al ver la sonrisa amable del anciano, enmascaró sus dolores, pronto se iría… era mejor no preocuparlo.

Pero cuando el anciano vio las heridas en las piernas de Sofía, su barba comenzó a temblar de rabia.

—¿De qué sirven los médicos de este lugar? ¿Cómo pueden tratar así a mi preciosa nuera? ¡Son todos unos inútiles!

Reclamó el abuelo mientras golpeaba su bastón contra el suelo. Él, de joven dominó el mundo de los negocios, era un hombre difícil de ignorar y, con solo dos palabras, Miguel apareció enseguida, sudoroso:

—¡N-no se enfade! Soy un especialista, ¿cómo podría equivocarme, ¡pero es Sofía quien no quiere cooperar con el tratamiento para dar lástima y manipularlos a todos!

Pero el anciano no escuchó sus excusas y le dio un bastonazo que lo hizo rodar por el suelo.

—¡Mocoso insolente! ¡Te atreves a mentirme en la cara! ¡Necesitas una lección!

Luciana, al oír el alboroto, entró apresuradamente en la habitación:

—¿Qué está pasando, abuelo? ¿Sofía lo hizo enfadar?... Cálmese, sabe que ella es muy arrogante…

El anciano levantó la mano y “¡Plast!” le dio senda bofetada a Luciana mientras le espetaba:

—¿Sofía? ¡Ella nunca me hace enojar! Son ustedes, tú y tu hermano. ¿Qué se creen? ¿Qué soy un viejo pendejo y no veo lo que hacen? Par de estafadores, de arruinados. ¡Ya verán cuando les ajuste cuentas!

Nadie se atrevía a detener a Gabriel cuando estaba furioso. Su bofetada impactó de lleno en la cara de Luciana, y un hilo de sangre se deslizó lentamente desde la comisura de sus labios.

Diego entró justo en el alboroto y claro, Luciana se le echó encima chillando:

—Diego, no sé qué le dijo Sofía al abuelo para que me odie, no me importa que me golpee si eso lo calma, pero…

—¿Cómo se atreve a compararse contigo? —dijo Diego, envolviéndola entre sus brazos y tajante agregó—: Mientras yo te proteja, nadie se atreverá a tocarte!
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