Waldo volvió a la redacción ese miércoles. Estaba ojeroso, cansado, demacrado y se le notaba exánime. Dejé lo que estaba haciendo, sobre un doble crimen en los suburbios, y fui dando brincos a su cubículo. Su jefe lo había amonestado severamente y además la empresa lo multó con un recorte de su salario. Él estaba con el rostro adusto y enfadado, hundido entre sus hombros. -Te estuve llamando toda la semana-, me molesté con él, cruzando los brazos, alzando mi naricita y tamborileando el piso con mi pie. Waldo no quiso mirarme y prendió su ordenador en silencio. Estaba rojo como un tomate.
-¿Qué pasó después del tiroteo en el centro comercial?--, quería yo saber. Era un hecho que él había matado al cazador búlgaro. No me cabía duda alguna-
-Tenía cosas qué hacer-, intentó él una respuesta vaga y fatua, muy tonta en realidad. A mí no me podía engañar. Ya conocía bien a Waldo, sabía de sus reacciones, de su forma de ser, de su carácter violento cuando se transformaba en licántropo