Almas de carbón
Almas de carbón
Por: Leonel Sarpa
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      Charley Hastings apenas tenía nueve años cuando comenzó a odiar el carbón y lo hizo sin darse cuenta, progresiva y lentamente, como un insecto que se metamorfosea en otro completamente distinto, pero al mismo tiempo continúa siendo el mismo. No lo vio llegar, ni sintió cuando se le posó en la piel, apoderándose poco a poco de cada pedazo de su cuerpo y siguiendo luego con sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos, llegando por último a su alma, ennegreciéndola con el paso del tiempo… o al menos eso era lo que pensaba años después, mientras observaba cómo se consumía entre las llamas, el cuerpo sin vida de una completa desconocida que acababa de violar y asesinar, pero para llegar a ese punto tubo que transcurrir muchos años.

    Sentado en una roca, bajo el breve techo de zinc que tapaba algo parecido a un portal en su casa de madera, pasaba la mayoría del tiempo protegiéndose del sol o de la lluvia, dependiendo de cuál fuera el caso. Veía desde allí cada día, la locomotora de la mina que se acercaba desde el horizonte, haciendo un ruido infernal que se incrementaba poco a poco, creciendo como una serpiente gigante de hierro que hacía temblar las precarias edificaciones que se erigían al borde de su camino. La línea férrea pasaba tan cerca de la casa, que si no estuviese colocada sobre un montículo de piedra picada, podría tocar los vagones con la mano sin abandonar su sitio. Con tanto terreno desierto a su alrededor, no comprendía cómo a alguien se le había ocurrido hacer esas casuchas allí, tan cerca del paso de aquella cosa.

    La horrible máquina de vapor, completamente negra como un cuervo mecánico, ruidoso y mal oliente, pasaba unas ocho veces cada veinticuatro horas. No importaba que fuera de día o de madrugada. Sin tener en cuenta las personas que dormían, el mal tiempo o el frío, inexorablemente hacía el mismo recorrido ocho veces. Sus vagones, también negros como la noche, tenían en ambos costados un idéntico rótulo en letras blancas, gruesas y uniformes, formando el apellido del dueño de las minas, de la locomotora, de la planta de procesado y de todos los habitantes de la zona… el señor Thomson. Pasaba impasible, rugiendo y chirriando con un traqueteo incesante que se repetía con cada par de ruedas de hierro que pasaban de un rail a otro como si fuera un reloj, con exactitud cronométrica.

   Trac, trac…trac, trac…trac, trac. Se metía en su cabeza y luego de pasar el tren se quedaba allí sin poder evitarlo. Después de horas se sorprendía imitando el traqueteo mientras hacía otras cosas. Odiaba ese sonido y al mismo tiempo no podía evitar tenerlo presente. Llegó incluso a ser su forma de medir la duración de los hechos más trascendentales y banales de su vida. El padre, por ejemplo, se demoraba en cenar unos seiscientos “trac, trac”, en ir a buscar agua tres mil, etc. Para lo único útil que sirvió esta manía fue para tener un sentido del tiempo transcurrido a corto plazo más eficiente. Salvo eso, se convertía en un martirio la mayoría de las ocasiones, aunque con el paso de los años aprendió a ignorar el sonido en su cabeza, cuando la vida lo llevó mucho más allá de su entorno familiar y sobre todo, cuando tenía algo más interesante en lo que ocupar su cerebro. Además, luego de lo que le pasó a Andy, el traqueteo fue sustituyéndose gradualmente por una voz grave y profunda, una voz que le acompañó el resto de su vida y que fue determinante en el rumbo que tomaría su destino.

   Bajo esas mismas ruedas metálicas que tanto le molestaban, terminaron las vidas de unos cuantos animales salvajes y domésticos, pero también la de algunos humanos, accidentes unos y suicidios otros, sin tener constancia de que se haya detenido el maquinista en alguna ocasión para mirar lo que había pasado. Nunca la familia de los occisos recibió una compensación o tan solo una disculpa por parte de los responsables o los dueños. Los vecinos encontraban los restos en las vías y llamaban al viejo Andy, el único que se encargaba de retirarlos e identificarlos si podía hacerlo, sino, se mantenían tapados con una lona verde, dura y manchada por la sangre, hasta que un familiar o capataz de la mina se diesen cuenta de la ausencia de alguien. Entonces, si no se encontraba a la persona desaparecida, se dirigían a donde Andy y atisbaban bajo la lona, casi siempre llorando y con la mano tapándose la boca para luego retirarse espantados por la visión del cuerpo mutilado. Luego de la identificación o no, el viejo los quemaba si no se averiguaba de quién se trataba o le daba sepultura si la familia así lo deseaba. Cobraba algo de los familiares por el trabajo y se emborrachaba hasta que apareciera otro cadáver. Andy colocaba el despojo a unos cinco metros de donde Charley se sentaba a esperar al padre, desde allí lo podía ver todo con lujos de detalle, pero como creció mirando esta escena no le parecía nada aterrador. Como el doctor que se acostumbra a operar y puede incluso comer o hacer chistes mientras realiza su trabajo, así se acostumbró él desde niño a la muerte y al horror de la misma. Cuando nadie se interesaba por el cuerpo mutilado, lo cual era bastante común por el alto índice de hombres solteros, Andy los incineraba por unas horas en un horno improvisado hecho  con piedras y una estructura metálica sobre la que ponía la carne. Primero estaba ubicado cerca de las casas, pero la gente protestó por el fuerte olor que desprendía y tuvo que trasladarlo más allá del cementerio, después de una suave colina que servía de barrera natural contra el viento y las miradas, provocando la subida en los precios de sus servicios debido al esfuerzo extra. Luego los lanzaba en una fosa común con las otras cenizas y cuando eran bastantes a su entender, las tapaba con un poco de tierra y abría otro foso. El cementerio sin cajas ni lápidas que comenzó siendo provisional, se quedó para siempre. Con el tiempo algunas personas le fueron poniendo rústicas cruces de madera e incluso inscripciones. Extrañamente siempre existía capacidad para más cuerpos sin expandir su pequeño límite, lo que causó la duda razonable de que Andy enterraba varios muertos en el mismo lugar, aprovechando que siempre había difuntos cuyos familiares los olvidaban o morían también. No obstante, nadie pudo probar nada de esto mientras Andy estuvo vivo.

 A pesar de estar siempre cerca de él, el chico y el viejo nunca fueron amigos, ni siquiera se hablaron ni una sola vez. Sus espíritus esquivos y oscos se repelían como imanes. Se miraban con desconfianza infundada. El viejo se sentía vigilado todo el día por ese niño raro que erizaba la sangre con solo verlo y el chico sentía curiosidad a falta de algo más interesante que ver mientras esperaba el regreso a casa de su padre y de su hermano.

    La casa de Charley era la última (o la primera) de una de las tres largas filas que conformaban el pueblo, si es que a eso se le podía llamar pueblo. Más bien eran unos albergues que se ubicaban uno al lado del otro, del mismo color oscuro y fabricados con lo que se podía encontrar, fundamentalmente madera y planchas de metal, donde los hombres y mujeres se retiraban a descansar del trabajo agotador de las minas unos y del campo los otros. La idea en un principio era que fueran provisionales igual que el cementerio, pero con los años lo único que cambió fue que se siguieron agregando casuchas hasta limitarse por un rio, sobre el que pasaba un puente para el tren de carga que milagrosamente no se desarmaba al pasar sobre él. Entonces, en lugar de una hilera se hicieron dos y luego tres. Si tuviesen una capilla y un bar se le podría llamar pueblo, pero solo era un montón de techos sucios llenos de esperanza y desencantos, poblado de vida y decadencia. Se podría pensar que tal vez algún día muy lejano, alguien pudiese construir una calle que llegase hasta allí y entonces se convertiría en algo más, pero aquello nunca sucedió y veinticinco años después, cuando la mina se agotó, quedaron abandonadas las casuchas y el cementerio hasta que el tiempo se encargó de que desaparecieran de la faz de la tierra para siempre. Pasó este enclave por la historia sin haber pasado realmente, porque nadie le recordó ni un segundo, ni siquiera los que recogieron sus pocas pertenencias y fueron al oeste en busca de mejores oportunidades. Sus habitantes siempre supieron que algún día tendrían que salir de allí y quizás por eso nunca se preocuparon por construir algo más duradero y confortable. La pobreza les hacía vivir en un mundo casi nómada, haciendo que todo fuera provisional y perecedero, sin echar raíces de ningún tipo allá donde fueran.

    Por la mañana bien temprano, cuando todavía el sol no salía y solo se podía adivinar su llegada por la claridad del horizonte, el tren venía vacío desde el otro extremo de su recorrido donde pernoctaba, después del último viaje cargado a la planta procesadora. Se detenía unos brevísimos segundos a recoger a los trabajadores de la mina que le esperaban a ambos lados de la vía y a las mujeres que iban a los campos de cultivo a laborar o a comprar comida al pueblo verdadero, uno que se había formado a media milla de la mina y que aportaba la mayor cantidad de la mano de obra que laboraba en ella.

   Los que vivían allí no habían dejado que los últimos trabajadores en llegar se quedaran para hacer crecer el pueblo con su presencia y familias y lo convirtieran  en un antro de bandidos pobres y malolientes, idéntico a ellos pero no mejores. Sin embargo, les permitían entrar los fines de semana para gastar sus ahorros en el único bar que existía en muchas millas a la redonda y en el prostíbulo administrado por la dueña del mismo bar, quien soñaba con algún día abrir un hotel en un lugar mejor y llevarse a sus chicas con ella, versiones de lo que eran prostitutas verdaderas, solo que más sucias, más delgadas y más enfermas. Ése fue otro sueño que nunca se cumplió, pues si bien la gruesa dueña de aquello ganaba lo suficiente para ahorrar, no tenía la entereza suficiente para hacerlo y se gastaba el dinero a la misma velocidad que llegaba, sobre todo en jóvenes vigorosos que encontraba entre los nuevos trabajadores de las minas y los mimaba por un tiempo, hasta que les sorprendía gastándose el dinero que les daba en pagarle a algunas de sus mismas chicas, provocando su ira y frustración, lo que le llevaba a buscar otro joven y repetir el ciclo una y otra vez. Era una dueña y matrona implacable, pero tenía el corazón débil para sus gustos, por consiguiente se hizo vieja sin salir de allí.

     La familia de Charley no era de las más longevas en las minas, aunque venían de trabajar en otra igual por dos generaciones, por lo que eran respetadas como si hubiesen vivido entre ellos por mucho tiempo y les hubieran permitido quedarse en el pueblo si no fuera por el viejo Jack. El abuelo de Charley, ya fallecido, tenía la mala costumbre y una reputación bien formada de pelearse con todos y por cualquier cosa y como era un animal de persona no perdía ninguna pelea, provocando la muerte de dos contrincantes por su propia mano. Al ser combates plenamente legales y aceptados por ambos hombres no se condenaba la muerte al menos que se hiciera algún truco para vencer, cosa impensable por el honor y valentía que acompaño la existencia del abuelo mientras vivió. Todos pensaron que con la muerte del mismo los problemas de la familia se resolverían, así que se les permitió ingresar a los exclusivos dominios de “Shaining bell”, pero cuando el nieto de Jack y hermano de Charley comenzó a trabajar junto a su padre, descubrieron que el muchacho era el vivo retrato del muerto y, aunque nunca mató a nadie estuvo cerca un par de ocasiones, por lo que el exilio de los Hastings siguió en vigencia luego de reunirse en asamblea el consejo de ancianos, que no eran otra cosa que los más viejos hombres que el alcohol o el carbón no mataban todavía.

   A la familia de Charley no le importó mucho la verdad, pues vivir allí solo reportaba la ventaja de caminar un poco menos los domingos y estar todos los días cerca del bar, lo que podría ser una tentación muy grande de evitar y así les ahorraban gastarse todo en ese antro vicioso, causa del alcoholismo colectivo que dominaba al pueblo. La otra ventaja era que la iglesia quedaba también cerca, pero la familia en particular no asistía  nunca a misa o a ninguna otra celebración religiosa desde que murió la madre de los dos hermanos, prefiriendo ir al bar desde el domingo bien temprano y no malgastar el tiempo de Dios, quien ya debía de estar muy ocupado con tantos pecadores en el mundo.

    El tren, después de recoger a los que le esperaban, emprendía su camino con un chirriar metálico agudo, producido por la fricción de las ruedas con los rieles de la vía que se le metía a Charley hasta el mismo centro del cerebro, obligándolo a taparse los oídos y esconder la cabeza entre las piernas. A este sonido tan desagradable nunca se adaptó, ni siquiera cuando creció y trabajó en casa del señor Clark Thomson, lejos de las minas y de los rieles. Todavía allí, lo despertaba en las noches el agudo chirrido y se levantaba con el vello de la nuca erizado y los dientes apretados.

    Durante la jornada laboral de doce o catorce horas, la molesta locomotora pasaba tres veces con los vagones llenos del mineral hacia la planta de procesado a ocho millas de las minas y otras tantas viraba con ellos vacíos a mayor velocidad, haciendo el ruido mucho más alto y agudo, aunque pasaba pronto y era más soportable. Ya por la tarde, cuando apenas quedaba claridad, venía una última vez con los trabajadores sentados o acostados sobre las lomas de piedra negras, que al pasar frente a las casas se dejaban caer al sentir que la locomotora disminuía la velocidad. El ingenio mecánico se quedaba en la planta de procesado y regresaba por la mañana para cerrar el ciclo que se repetía todos los días menos los domingos. Charley, a fuerza de costumbre, llegó a saber si el tren viajaba lleno o vacío por el sonido, cuántos vagones estaban enganchados a la locomotora y hasta la velocidad que llevaba. Al caer la tarde y al ver el sol jugueteando con el horizonte aguzaba los oídos. Siempre era el primero en escucharlo y en salir a recibir a su padre y a su hermano. Los vagones venían llenos y los hombres sobre ellos, la locomotora disminuía la marcha y ellos se lanzaban, cayendo muchos sobre la grava que soportaba los rieles y rodando hacia abajo. Nunca vio caerse a su padre, quien parecía un experto al aterrizar en las piedras, sosteniendo un cartucho con la cena en una mano y en la otra el sombrero. Él era el héroe de Charley, o al menos lo era mientras fue un niño. Al ir creciendo se dio cuenta de que su padre no era más que un imbécil que trabajaba como un toro, rompiéndose la espalda en una mina que solo le devolvía mala salud y ropa empercudida, robándole la vida poco a poco sin que lo notara hasta que fue demasiado tarde.

Por supuesto que ninguno de los trabajadores estaba contento de su suerte, pero la estúpida esperanza humana de mejorar en un futuro los mantenía flotando en una nube de fe. Otros acataban su destino como si ése fuera un mandato de Dios, poniendo en sus divinas manos su futuro y el de su familia con la conformista frase “él sabrá por qué lo hace” o “es su voluntad” También estaban los que no le importaba un bledo si morían o si vivían doscientos años, a esos ya la vida les había ganado la batalla y solo existían con el objetivo de quitarles a los otros un poco de oxígeno para respirar. Luego venía los que tomaban el trabajo porque no les quedaba más remedio, mientras a las autoridades se les olvidaba su nombre y su rostro, pero para ellos éste era un trabajo provisional, aunque la mayoría de las veces se convertía en el único que tendrían en toda su vida. Al gastar el poco dinero que ganaban en los bares, mujeres y apuestas, caían en un círculo vicioso del cual costaba mucho más trabajo salir que entrar.

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