Cuando el coche por fin se detuvo frente al hospital, abrí la puerta antes incluso de que Diogo apagara el motor. Bajé corriendo, sintiendo que las piernas casi me fallaban a cada paso, con el corazón martilleando en el pecho. Crucé las puertas de cristal sin mirar a los lados, directa a la recepción.
— Por favor, mi hijo… — mi voz salió desesperada, temblorosa. — Gabriel Martins Rocha… es un niño, ha llegado con una mujer, los dos con heridas de bala. ¡Necesito saber cómo está!
— Larissa, tranquila —Diogo me sujetó del brazo con cuidado—. Todavía te estás recuperando de la cirugía, ve despacio, por favor.
Me solté con suavidad, pero con firmeza.