Diogo

Estaba en el ático, cerca de la ventana que ocupaba toda la pared, mirando el mar de luces allá abajo. Era una vista bonita, pero nada en ese momento conseguiría mantenerme tranquilo. Mi mente parecía un remolino, intentando buscar quién era ese Enrique Bastos.

Caminé hasta la barra, me serví un poco de whisky y di un trago sin pensar. El gusto quemaba la garganta, pero no servía de nada.

Oí el sonido del ascensor abriéndose y me giré. Valter entró, con la misma mirada atenta de siempre. Podía haber envejecido un poco, pero aún caminaba como si cada paso tuviera un propósito. Un soldado silencioso.

— Qué bien que viniste — dije, agarrando el vaso con fuerza.

— Siempre que me llamas así, es porque viene cosa seria — respondió, quitándose la gorra y metiéndose el móvil en el bolsillo. — ¿Qué pasó, Diogo?

Esperé unos segundos, como si aún estuviera reuniendo valor.

— Enrique Bastos, ¿lo reconoces?

Valter se paró a medio movimiento, frunciendo el ceño.

— ¿Bastos? — repitió, despacio.