En ese momento, Lucía ya estaba en el tren de alta velocidad rumbo a Puerto Esmeralda. La abuela Fabiola cumpliría ochenta años y los hermanos Mendoza habían decidido organizar una gran celebración. Naturalmente, los nietos como Lucía también debían asistir.
La fecha se había fijado con mucha anticipación: serían tres días de festejo, y como no coincidía con días festivos, tuvo que pedir permiso en el trabajo. Ana seguía en el extranjero en una conferencia académica, y debido a la diferencia horaria, Lucía optó por enviar un correo solicitando los días libres en lugar de llamar. Afortunadamente, la pequeña anciana era muy comprensiva: no solo aprobó su ausencia sino que también le pidió que transmitiera algunos mensajes de buenos deseos.
A las dos de la tarde, el tren llegó a la estación. Carolina vino a recogerla en auto.
—¿Y papá? —preguntó Lucía extrañada al subir al coche y no verlo por ningún lado. Carolina tenía licencia pero no le gustaba conducir, así que normalmente Sergio se