2. Julieta y su matrimonio

Cómo nunca antes siente aquella mujer el deseo de reírse con fuerza ante lo que escucha y tiene que retroceder para doblarse un poco y seguir riendo, incluso ha dejado caer el cigarro. Al observar el rostro inmutable del hombre se levanta de golpe y deja de reírse.

—¡Ah! Tú me estás tomando el pelo. Tú —se carcajea otra vez—. ¡Qué clase de fanfarronería es esta!

—No es ninguna. Esa es mi propuesta. Ese el servicio que quiero a cambio —responde el hombre.

—¡Ni siquiera sé tu nombre…!

—John —alza la palma el susodicho—. John, ese es mi nombre.

Al observar su mano no puede averiguar si la severidad de estás palabras son reales. Pero este mismo hombre con cierta particularidad la hace recibir el saludo.

—Y yo me llamo Cenicienta. La jodida Cenicienta —y atesta un manotazo al enigmático y bromista John que es a su parecer. Comienza a caminar en el tambaleo que le ha causado la mención de todo lo demás—. Cada día están más locos —farfulla por lo bajo.

—¿No acepta el trabajo? ¿No acepta la recompensa?

—¡Crees que soy una estúpida! —le deja saber—. No cae de la noche a la mañana un loco a mitad de la noche brindándome cuatro millones mientras me dice que me case con él. ¡Es la primera vez que te veo! Yo no te conozco.

—Es un servicio que beneficia a ambas partes. Y no es una propuesta que escucha todo los días.

El fruncido de cejas se acentúa aún más y maneja la mujer que no posee aún nombre en acercarse hacia John, mientras lo señala.

—¿Tu esposa? ¿Tu esposa para qué? ¡Eso es de cínicos! —espeta con fuerza. Aunque maneja con severidad su indiscutible enojo—. No necesito de tu ayuda, si es lo que piensas. Porque no me la creo. ¿Así de fácil? No, no. Esto no puede ser verdad. ¿Acaso eres un sicario, un asesino? ¡Un embustero!

—¿Usted tiene un deseo? ¿Una motivación? ¿Una casa que comprar? ¿Cuentas por pagar?

Se calla de golpe la mujer, y balbucea palabras inentendibles. La ojeada que le brinda a John, el enigmático extraño, es de sorpresa.

Se le viene a la mente el único motivo por el cual se consigue en el bar del que acaba de salir. El recuerdo de su motivación, cada día, cada noche, que no la deja dormir ni pensar con claridad. ¿No es esta la oportunidad qué tanto habías esperado? La mente le juega bárbaro, porque de hecho hay un deseo jugando a la ambición. El mayor de todos sus anhelos. Porque no es claro que sea el de bailarina exótica. Sino el de…

—Eso creí —contesta John. Y de un momento a otro pasa por su lado.

Se le levantan todas las alarmas a la mujer, que no la hacen pensar con claridad. El golpeteo de los zapatos dejan saber la marcha del hombre, y se tropieza en girarse, sólo a seguirlo. Por alguna razón la ambición la ciega por un momento. Cuatro millones están alejándose si es que son de verdad. ¿Y si lo es? ¡Se irá al infierno no por ser codiciosa sino por juzgar sin saber! Y se arriesga en balbucear cuando estira su mano

—Un momento —exclama.

Los pasos de John se detienen. Arreglándose el saco se encuentra una vez más con ella.

La mujer se arregla la rendija de su bolso y su bufanda.

—¿Cómo se que lo que me dices es verdad? ¿Cómo se que lo que me ofreces es cien por ciento seguro?

John se fija en ella con severidad. Pero se le calman las facciones y le entrega la caja directo en sus manos. La mujer siente al instante el peso empleado. Y se le ocultan las sonrojadas mejillas cuando baja la mirada. Da un consentimiento hacia el hombre.

Pero no contesta, aunque se le observa un risueño mohín.

La mujer abre la caja. Se le va el aire de pronto.

—¡Un…—se atraganta—, diamante!

—Veinticinco millones —dice John.

—¡Jesucristo! —y cierra de golpe la caja, también los ojos. Esto es una ensoñación—. Es un diamante. Es un diamante…acabo de ver…

—Si todavía está en pie su aceptación —John se mete la mano los bolsillos y se gira—, sígame.

Ella tiene que abrir sus ojos con rapidez. Tiene una expresión congelada, que no ayuda en nada todavía a su atontamiento. Y confronta la realidad de golpe. Aún desconfiada, porque seguía estando con un desconocido, en medio de una calle. Aparentemente, no podría existir algo más extraño que aquel extraño le pidiese, nada más, que ser su esposa.

—¡Cómo se que no me secuestrarás…!

Lo sigue a punto de puntillas en los tacones. Su respiración cambia conforme su emoción y su confusión se acoplan.

—¿Qué es todo esto? ¿Quién eres, qué haces? ¿Porqué me pides que sea tu esposa? ¡Detente!

Pero John no la escucha, sólo observa su reloj. Hasta que finalmente salen de la calle, y la esquina reluce con faros y los sonidos del auto en esta madrugada.

—Soy joyero. Y quiero…expandir mi negocio —responde John.

La mujer no puede comprenderlo y hace una mueca.

—¿Por qué necesitas una esposa? ¡Ah! No entiendo nada. Esto no puede ser real. ¿Ofreces cuatro millones a toda que se te acerca?

—No todas se quedan más de cinco minutos —John empieza a marcar en su teléfono.

Puede entonces divagar en lo que propone porque parece útil. Y es más útil contemplarlo de arriba hacia abajo. Semejante porte. Su complexión es semi robusta pero lo alarga la inmensa estatura que posee, ya que ella lo alcanza hasta los hombros, y sigue usando tacones. Traje galante, ceñido con perfección. Oxford, por supuesto, que los zapatos tienen que ser oxford. Un perfume que hace suspirar un poco, como intimidada ante aquel hombre.

Se da cuenta que le ha dicho su nombre. Y debe ser ella descortés para no aceptar su mano. Pero los motivos son acertados. No le estrechas la manos a desconocidos, ni aceptas propuestas tan inverosímiles. Ah, qué es lo que está haciendo. No puede pensar con claridad.

—Así que si se lo propones a las demás —es lo que dice.

—No, porque las entiendo. Suerte como está —niega con la cabeza—, nunca la verás en tu vida.

—¿Y qué…? ¿Por qué…? —expresa de mala gana, tomándose la frente—. ¿Por qué crees que yo si te aceptaré? ¿No sabes lo peligroso que es hablar con desconocidos?

—Fue usted la que se ha quedado. Es usted quien necesita el dinero —expresa John, observando el frente, como buscando alguna cosa—. Usted me entrega el servicio, yo le bonifico. Y después de aquello, no me vuelve a ver más nunca.

—Voy a morir —gruñe—, de un paro cardíaco si no me dices porque…

—En un momento —responde John.

Las luces de un carro frente a ambos la traen otra vez a la realidad. El mismo vehículo aparca frente a ellos. Y el piloto baja las ventanas para inclinarse y alzar una mano.

—¡Eh! No puede ser que Julieta haya aceptado —las comisuras se aprietan en un sólida sonrisa.

¿Julieta ha dicho? ¡Ah, sí! Le acaban de proponer matrimonio.

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