Paulina
La casa estaba en calma.
Después del parque, de las risas, de la tibieza del sol en sus rostros, los niños llegaron exhaustos.
Casi se quedaron dormidos durante la cena. Iris no dejó ni un poquito de puré, Max bostezaba con cada cucharada y Magda... Magda no me soltaba la mano. Era como si el aire del parque hubiera reforzado ese lazo invisible entre nosotras.
Los ayudé con los baños, me aseguré de que las pijamas estuvieran calientitas, y luego los llevé a su habitación. Max cayó como una piedra. Iris me dio un beso en la mejilla y abrazó a su peluche con ternura antes de cerrar los ojos.
Me quedé un poco más de tiempo con Magda, estaba con una actitud nerviosa o tal vez ansiosa.
—¿Te leo algo? —le ofrecí, sentándome a su lado.
—No... solo quédate junto a mí —susurró corriéndose para que pudiera acostarme a su lado.
Lo hice. La abracé con cuidado, mientras ella se acurrucaba como un pajarito herido buscando refugio.
—Extraño mucho a mi papá —agachó su cabecita, su vocecita