La fiesta había durado todo el día. Después de la ceremonia, de los bailes y de la aparición milagrosa de Lucian y Seraphina, la celebración se convirtió en un tapiz de anécdotas, risas y complicidad. El patio central de la mansión estaba lleno de mesas largas, donde los invitados compartían pan, vino, postres y canciones. El general Armand contaba, entre carcajadas, cómo una vez confundió un caballo rebelde con un ataque enemigo y terminó embarrado hasta la cintura. Steve mostraba imágenes de Isadora de espaldas, recogiendo flores, asegurando que las fotos espontáneas eran siempre las más bellas. Adrien, con una copa en la mano, relataba cómo se infiltró en un despacho para conseguir el primer documento que probaría la inocencia de Isadora. Nala, entre lágrimas y risas, recordó: —¿Te acuerdas cuando insistías en que no sobrevivirías a esa prisión? Yo juraba que sí. Y mírate hoy, casada, con tus padres a tu lado y un pueblo entero cantando por ti. Isadora la abrazó fuerte. —N
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