Los espacios de aquella oficina, impregnados del aroma a cuero y bergamota que solía reconfortarla, ahora asfixiaban a Vivian Kudryavtseva. Cada rincón, cada objeto, parecía conspirar para recordarle los cinco años que había dedicado a ese lugar, no como una simple asistente, sino como la sombra indispensable detrás del fulgurante crecimiento de un imperio hotelero. Con el corazón latiéndole desbocado, deslizó su carta de renuncia sobre el pulcro escritorio de Tayron. Su mano, apenas perceptiblemente, temblaba. No era miedo, era la resonancia de una furia silenciosa que había estado gestándose en su interior. La conversación que había escuchado por error, dos semanas atrás, entre Sergio Cortés y su jefe, Tayron Reyes, lo había cambiado todo. Cada palabra se había grabado a fuego en su memoria, repitiéndose como un eco cruel. —¿Bueno, amigo, ya tomaste una decisión? —la voz de Sergio resonó con una frivolidad que ahora le helaba la sangre. —¿De qué hablas? —inquirió Tayron, con un
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