Salimos de la imponente mansión Schmidt bajo un sol que parecía burlarse de la tormenta que llevábamos dentro. Charles caminaba delante, llevando la pequeña maleta de Andrés, mientras el niño lo seguía de cerca, como una sombra recelosa que teme desaparecer si se aleja demasiado de su fuente de luz.Al llegar al coche, Charles abrió la puerta trasera, un gesto automático de costumbre. Yo estaba a punto de subir cuando la voz de Andrés, aguda y posesiva, rompió el protocolo.—¿Puedo ir adelante contigo, papá?Charles se detuvo, con la mano en la manilla de la puerta del conductor. Me miró, y en sus ojos vi el dilema eterno del padre que no quiere herir a nadie, pero que está atrapado en el fuego cruzado. Andrés no estaba pidiendo un asiento; estaba marcando territorio. Quería dejar claro que, en su jerarquía, yo debía ir atrás.No dejé que Charles tuviera que elegir. Sonreí, tragándome el orgullo por el bien de la paz.—Claro que sí, Andrés —dije con suavidad, dando un paso atrás—. Yo
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