Alejandro sabía que Sofía no tenía malas intenciones, pero ella estaba tan atrapada en su propia culpa que era incapaz de escuchar a nadie. Mateo, que también los acompañaba, la observaba en silencio; era la primera vez que la veía en un estado tan frágil.—Sofi, esto no fue tu culpa. Sé que no querías que pasara nada malo, no lo hiciste a propósito, ¿entiendes? —le susurró Alejandro con mucha paciencia, tratando de consolarla.Pero ella, sumida en su mundo interior, no le hizo caso.Su mirada, sin embargo, estaba clavada en el cristal de la puerta del cuarto, fija en la figura de su madre. ¿Cómo era posible que esa mujer, la persona más fuerte y autoritaria que conocía, yaciera ahora en esa cama, tan frágil y silenciosa como una muñeca rota?«Mamá, ¿tú no eras siempre la más fuerte? Levántate y vuelve a regañarme. Te juro que esta vez no te voy a contestar», pensó, mientras los bordes de sus ojos se enrojecían por las lágrimas contenidas.Al ver que las palabras no servían de nada, Al
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