5. Los misterios de la mafia

Bella

Los días previos a mi cumpleaños estaban volviéndome un poco loca. Sorpresas tras sorpresas, regalos tras regalos. Cualquiera diría que aquel era el beneficio de pertenecer a una de las familias más influyentes de Roma, incluso de Italia, pero, a decir verdad, quería un poco menos de la atención que recibía.

Parecía ser que a todos se les olvidaba que había vivido la perdida de mi propio hermano, por ende, no quería celebrarlo. Mi padre, por su parte, había decidido que la celebración seria un hecho y no había forma de que pudiese cuestionarlo.

Mi madre aún no se reponía de su partida, la vida seguía pasando para ella así sin más, lenta y dolorosa, pero sabía que a diario lo intentaba. Mi padre, por su parte, había decidido que la celebración si se llevase a cabo en uno de los hoteles Ferragni, como cada año. Insistiendo o tal vez convenciéndome de que a Mauro le hubiese gustado que celebrase mi cumpleaños.

No estaba lo suficientemente convencida, pero no lo cuestioné, le celebración sería un hecho.

La última noche de mis dieciocho años, estuve refugiada en el cuarto de Mauro. Carlo entró poco después y se sentó a mi lado.

—También le echo de menos. —Dijo muy bajito, mostrando apenas el indicio de una sonrisa.

—La casa se siente tan vacía sin él. —Murmuré, mi mirada estaba fija en su armario, todo estaba como la última vez.

Aparté la mirada luego de un largo instante, no lo soportaba, odiaba que su ausencia dejara esa clase de estragos dentro de mi pecho.

Esa noche volví a luchar contra las lágrimas y fue difícil conciliar el sueño. Carlo también su tumbó a mi lado, miramos por un par de horas el techo y recordamos como era nuestra vida hace un par de años.

. . .

Sentí que no dormí lo suficiente o que tal vez Roma despertó demasiado rápido, pero, un amanecer manchado de colores vibrantes iluminó el interior de mi habitación. No nevaba. Al menos no esa mañana.

No me sorprendió que Carlo ya no estuviese a mi lado, era demasiado madrugador para mi gusto. Lo que sí, fue escuchar confusos murmullos demasiado cerca.

Saqué los pies fuera de la cama y toqué el piso de madera. Sentí como el frio me recorrió a través de las piernas, erizándolas. No sé porque tuve la necesidad de caminar en puntillas y dirigirme a la terraza.

Carlo estaba allí. Las luces amarillas y anaranjadas cubrían su piel casi expuesta. Tenía los botones de su camisa blanca abiertos de par en par. Pude notar que hablaba por teléfono a través del auricular, y mientras avanzaba, su voz se escuchaba con más claridad.

—No te pago para escuchar excusas. —Mi hermano tiró de las hebras de su cabello con áspera soberbia—. No, eso no es mi problema—. Negó con la cabeza mientras avanzaba de un lado a otro escuchando respuestas que, al parecer, no le hacían nada de gracia—. Tienes un sueldo casi envidiable para darme soluciones inmediatas Franco… ¡Que me importa un culo, carajo! Te llamo en una hora y espero que lo tengas resuelto.

Se descolgó el auricular sin más y lo dejó caer sobre la mesilla que adornaba la terraza antes de percatarse de mi presencia. Estuve segura de que a quien sea que hubiese estado al otro lado de la línea, no le dio tiempo de argumentar o rechistar media palabra.

—¿Problemas? —Murmuré en una pregunta bajita, casi tímida.

Sus facciones pasaron de la vileza a la gentileza en cuestión de segundos. Se acercó a mi dando pasos firmes y seguros, envolviéndome en un caluroso abrazo.

—Nada que un Ferragni no pueda resolver. —Respondió contra la coronilla de mi frente.

—Egocéntrico.

—Un poco de ello también.

Su móvil volvió a sonar, contestó exasperado.

—Greco. —Dijo, luego frunció el entrecejo—. ¿Quién demonios es Gia? —Me miró—. Hay una Gia en la entrada que dice que quiere verte. ¿La conoces?

El reconocimiento me llegó de inmediato.

 La chica del tocador, la amiga de Mauro…

Asentí apresurada. Le había dado mi número de teléfono y la dirección de la casa el día que lo sepultamos. Durante todo este tiempo, había esperado su llamada, pero nunca llegó ni volví a saber de ella hasta ahora.

—¿Estás segura de que la conoces? —Inquirió extrañado.

—Si, era amiga de Mauro. —Respondí de inmediato.

—Espera… —Carlo me hizo una seña con el dedo y estuvo un segundo más en la línea. De pronto, sus ojos saltaron preocupados—. ¡Mierda! Vamos.

. . .

Gia

Fue más que suerte poder abrir la puerta del taxi y no caer en el piso cuando me bajé, casi lanzándome y dando traspiés. El aire que golpeó contra mi cara ese sábado por la mañana me avivó por un instante, pero no lo suficiente para mantenerme por mucho tiempo de pie. Sentía que, solo era cuestión, para perder el conocimiento.

—¡Maldita zorra! —Alguien bramó—. Vuelve aquí.

Las lágrimas apenas me dejaban ver la carretera y la falta de aliento, casi me secaba la garganta.

Unos cuantos pasos, Gia, solo unos cuantos pasos. Me alentó mi fuero interno mientras avanzaba. El taxi que había dejado atrás se marchó a toda velocidad.

Me topé de bruces con una verja inmensa, no pude distinguir un poco más allá, estaba tan mareada que casi me daba por vencida. Saqué el papel de mis bolsillos. Por alguna razón, lo había mantenido conmigo desde que la hermana de Mauro me lo entregó con su número de teléfono y dirección, estaba en el lugar correcto.

Isabella… —Susurré a través de la verja, casi perdiendo lo poco que me quedaba de aliento.

Era imposible que alguien pudiese escucharme allí dentro, pero dos amplias puertas de hierro forjado se abrieron de inmediato, imaginé que, de forma automática, porque apenas a una distancia de dos metros, alguien se acercaba.

—Buenos días. —Un hombre. Alto, fornido y provisto.

—Isabella… —Volví a decir. Rogué a Dios en ese instante que entendiera lo que quise decir.

—¿Solicita ver a la señorita Isabella? —Inquirió del otro lado y yo asentí—. Señorita… ¿Se encuentra bien? Necesito su nombre para anunciarla.

—Gia Parisi. —Logré pronunciar.

Ya no podía soportarlo más. Ya no podía sostenerme un instante más.

El hombre de traje se comunicó a través de un auricular. Hablaba demasiado rápido y no comprendía lo que decía.

Necesito verla…

Fue lo último que dije, porque en ese momento todo pareció detenerse por un fragmento de segundo, antes de apresurar con mucha velocidad su marcha y llevarme de rodillas al pavimento.

El aire ya no llegó a mis pulmones.

Me desplomé en el piso.

. . .

Me sorprendió despertar. Y lo hice con una extraña sensación recorriéndome el cuerpo. Las luces blancas provocaron que los parpados me pesaran, evitando el contacto directo con mis ojos. Me dolían las piernas, la cabeza y hasta el último pedazo de médula.

Me tomé unos segundos en reconocer mi entorno. No podría saberlo, no estaba del todo consciente con respecto a donde me encontraba y lo que estaba sucediendo. De lo que sí, fue saber que no estaba sola en ese lugar.

—Se está despertando. —Alguien dedujo y sentí como sus dedos rozaron mi mano para entrelazarla con la suya—. Hola, Gia. ¿Puedes oírme?

Un rostro vagamente familiar apareció en mi campo de visión. Ojos grandes con dulce mirada y largas pestañas. El reconocimiento llegó poco a poco, lento y tortuoso:

Isabella.

¿Estaba a salvo? ¿Era realmente ella?

¡Si! Era realmente ella. El alivio me llegó de inmediato, lo único que podía recordar en ese momento, eran las imágenes inconexas de un taxi, un hombre, la falta de aire a mis pulmones, Isabella y luego nada, absolutamente nada.

El olor a desinfectante tomo camino por mis fosas nasales y las luces blancas que parpadeaban escandalosamente, no me dejó reconocer el interior del lugar en el que me encontraba.

—¿Dónde estoy? —Quise saber, presa de la falta de información en ese momento.

—Estás en el hospital. —La voz de Isabella me acarició en ese instante, no sé porque sentí tanta paz al tenerla cerca—. ¿Te sientes bien?

Hubo una ligera angustia en su voz, lo que me obligó a asentir con la cabeza. No me sentía del todo bien, pero lo que menos quería en ese momento, era volverme una carga pesada, si ni siquiera podía recordar con suficiente claridad porque estaba en este lugar.

—Llamaré al doctor. —Una nueva voz, fresca, muy varonil y gruesa llenó también la habitación.

Le busqué con la mirada, pero después de aquellas palabras, desapareció a través de la puerta. Poco después, entraron dos hombres por ella. Uno de ellos vestía un uniforme blanco, era fácil deducir que se trataba del médico, pero el otro de ellos me dio la panorámica de un hombre implacable de metro ochenta.

Si, era alto y no podía encontrar palabras coherentes para describir lo que mis ojos estaban mirando en ese instante. Ni siquiera podría explicar cuan vulnerable me sentí a través de su presencia, fue como una descarga eléctrica que sacudió mi interior, como si me hubiese sentido desnuda. Él apretó la mandíbula con fuerza y desvío la mirada hacia el doctor.

—Buenos días, señorita… —Miro a través de los ojos del hombre a su lado.

—Parisi. —Pronunció este de una forma fría, sin volver a mirarme.

Sabia mi nombre… Y eso no hizo más que desconcertarme.

—Señorita Parisi.  —Saludó nuevamente, esta vez con una sonrisa y se acercó a las maquinas a las que estaba conectada, reviso su carpeta y prosiguió a mirar a todos los allí presente. Nada parecía bien si necesitaba de aquella complicidad para hablar—. Por el momento, usted está fuera de peligro. Sin embargo, se mantendrá un par de horas en revisión porque no sabemos si la escopolamina pueda provocar alguna reacción a largo plazo dentro de la barrera placentaria, sufriendo una taquicardia fetal.

Escopolamina, taquicardia fetal… ¿Qué se suponía que significaba eso?

—¿A qué se refiere? —En ese momento, no estaba segura de querer tener alguna clase de respuesta.

—Está usted embarazada de cuatro semanas. —Reveló el doctor y todo dentro de mí, sufrió un choque de emociones—. Por el momento, la ecografía no muestra algún tipo de daño, pero no ha pasado el suficiente tiempo para saberlo en concreto.

Embarazada… ¡Dios mío! Estaba embarazada. Tenía un hijo de Mauro Ferragni en mi vientre y no tenía la más mínima idea de cómo sentirme al respecto. Los nervios llegaron a mí en ese momento, comencé a temblar.

Quería llorar, quería gritar, incluso quise salir corriendo. Quería expresar de alguna forma todo lo que estaba sintiendo.

No, no, no.

No podía estar embarazada, me negaba a estarlo.

Ese niño ni siquiera tendría un padre. No tendría una vida digna, no tendría absolutamente nada.

Pero me tendría a mí, ¿eso bastaba? Pensé.

Los ojos de Isabella se encontraron con los míos llenos de lágrimas. La sorpresa bailaba en ellos, pero su gesto se mantuvo siempre amable, incluso, no había soltado mi mano en ningún momento.

—Estás embarazada… —Susurró con nostalgia—. Ese niño… —Gimoteó, para ese punto sus ojos también se llenaron de lágrimas—. Dios, ¿Ese niño es de Mauro?

Bajé la mirada consternada, ni siquiera necesité confirmarlo para que ella interpretara mi silencio.

 Llevaba a su sobrino aquí dentro.

Su sangre corría por mi vientre.

Al hombre que siempre estuvo allí presente no le hizo nada de gracia la escena, me miró como si quisiera escocerme la piel a tirones. Me clavé las uñas en las palmas de mi mano y me obligué a apartar la mirada, escuchando como salía por la puerta cerrándola detrás de sí.

—¿Quién era él? —Pregunté en un aliento.

Carlo, mi otro hermano.

Carlo, pronuncié en mi mente al mismo tiempo que cerraba los ojos. No sé porque tuve la leve sospecha de que su rostro y su nombre se quedarían grabados de una forma en la que mi cerebro, no me daría tregua para olvidar.

Temblé, su presencia había dejado un hueco muy profundo dentro de mi pecho.

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