Capítulo 1

Agapea, Febreto de 1991

Todo el que se preciaba debía vivir en uno de los barrios más fastuosos y antiguos de Agapea, una ciudad del noreste de España. "Las dos torres", al oeste, y "Los castillos", al este, eran dos de estos barrios, y estaban separados por el parque más grande de la ciudad: "El parque de Agapea".

Los Cruz eran una de esas familias. Nadie podía negar la influencia que tenían y el cuantioso patrimonio que poseían. Sin embargo, un gran infortunio estaba a punto de instalarse en el hogar de esa familia.

El funeral de Ricardo Cruz fue discreto y familiar. No tenía hermanos y sus padres ya habían fallecido, así que sólo asistieron su familia y algunos socios. Nadie derramó lágrima alguna, al menos en la residencia de los Cruz porque, no muy lejos de allí, en los límites, aferrándose a la verja, una damisela lloraba como magdalena. Había sido la última amante del difunto, que no tuvo tiempo de romperle el corazón, y es que un fatídico accidente de coche le había arrancado la vida, y a nadie le extrañó que su afición a la bebida fuera la responsable.

Cualquiera que no perteneciera a esa familia diría que esa era la desdicha que había caído sobre ellos. Pero para los Cruz ese sería el menor de sus problemas porque, dos semanas después del funeral, Felipe Cruz, el primogénito, recibió el informe de la situación económica en la que se encontraban, deudas y más deudas.

Felipe aún no acababa de asimilar que su padre hubiera derrochado todo lo que la familia Cruz había conseguido con tanto esmero. Ya había perdido la cuenta de las veces que lo había maldecido, y también a sí mismo por haber vivido la sopa boba desde que terminara la universidad.

Las responsabilidades que debía acarrear de ahora en adelante: las fábricas Cruz, cuidar de su madre y su hermana pequeña, que estaba preparándose para ingresar a la universidad, eran demasiado para él.

Por fin, entendía porque su padre lo había alejado de allí. Él sabía que si hubiera conocido la situación económica que atravesaban, habría vuelto y tomado las riendas del problema.

Ricardo Cruz conocía muy bien la devoción que él tenía por su madre y su hermana, y por lo tanto hubiera recortado el presupuesto destinado a fiestas y distracciones innecesarias, cosa que su padre no habría tolerado en absoluto.

Felipe había disfrutado tanto de la vida cómoda que le había ofrecido su progenitor, que no se había preocupado en lo más mínimo por el negocio familiar. Y ahora, a sus veintinueve años, no era más que una sanguijuela que no tenía la menor idea de cómo funcionaban los negocios de su familia.

Sabía que con un poco de esfuerzo podía aprender, pero mientras tanto necesitaba un remedio rápido para aquella situación.

Al fin, después de comerse el coco durante varias horas, la solución llegó por si sola a sus manos: una invitación a la fiesta de cumpleaños de Ángela Paredes.

Lo que acababa de ocurrírsele no lo entusiasmaba en absoluto, principalmente, porque tendría que dejar su vida de mujeriego al menos por un tiempo. Pero, se repitió una y otra vez que era un sacrificio necesario.

Los Paredes eran nuevos ricos. Después de fundar una empresa desde cero, habían invertido en otras. Pero, era ésta primera, dedicada a fabricar productos químicos, la que les había llenado los bolsillos.

Ángela Paredes no solía frecuentar los círculos por los que él se movía, así que no la conocía. Aún así, desde que estaba allí, había oído hablar de ella y estaba ansioso por descubrir si lo que se rumoreaba era cierto.

***

No quería una fiesta de cumpleaños de tales magnitudes, con una pequeña reunión familiar hubiera bastado. Sin embargo, sus padres, o mejor dicho, su madre, habían invitado a todas las familias importantes de la ciudad. Y lo más significativo: buenos partidos.

Caridad Paredes quería que la mediana de sus hijas se casara, y no iba a desistir hasta que lo hubiera conseguido. La verdad, Ángela no entendía porque estaba siendo tan obstinada con ese tema. Había demostrado que podía valerse por sí misma sin la necesidad de un hombre a su lado, mas su madre le repetía una y otra vez que sólo tenía que darse la oportunidad de conocer a alguien para que cambiase de opinión. Ella, por supuesto, no estaba para nada de acuerdo con ese parecer.

Los firmes golpes en la puerta hicieron que Ángela Paredes abandonara sus reflexiones.

La habitación donde trabajaba era rectangular y de sobria decoración. Destacaban los colores marrones y rojizos oscuros. Las paredes estaban cubiertas de grandes estanterías llenas de libros. Un robusto escritorio, siempre lleno de papeles, justo mirando hacia la puerta pero al otro extremo de ésta, y dos sillas completaban el juego de oficina. Al entrar, justo a la derecha, había un sofá de tres plazas con una mesita delante, reservado para visitas más numerosas, y, un poco más alejado de todo ese mobiliario, un sillón con una gran lámpara de pie; un lugar perfecto para leer. Por último, una gran ventana hacia al jardín trasero de la casa, con las cortinas corridas en ese momento, dejaba entrar los últimos rayos del día.

-Señorita, le traigo una taza de té –anunció María, el ama de llaves, desde el vano de la puerta. Todos sabían que no soportaba el café.

Ángela levantó la vista y se apoyó en el respaldo de la silla, soltando un profundo suspiro nada femenino.

-Gracias –replicó, y después de una pausa, añadió-. Mi madre sigue organizándolo todo para mañana, ¿verdad? –aunque ya conocía la respuesta, la esperanza era lo último que se perdía.

-Me temo que sí, señorita –respondió la mujer acercándose al escritorio, y dejando la bandeja en un pequeño espacio sin papeles.

María era una persona llena de energía, de unos cincuenta años y ojos verdes pálidos que armonizaban maravillosamente con su cabello rubio ceniza. Era regordeta y unos centímetros más alta que su señora. Llevaba un vestido azul oscuro con las mangas recogidas hasta los codos, y encima, un delantal blanco que, a esas horas del día, ya tenía manchas por los quehaceres cotidianos.

La joven colocó la cabeza entre sus manos y se frotó las sienes.

-¿Por qué no quiere escucharme? –musitó a nadie en particular.

-Señorita, déjeme darle un consejo –dijo acercando una taza de té a su jefa, que la recibió y asintió esperando que continuara-. Asista a su fiesta de cumpleaños y diviértase. Estoy segura que sus padres sólo desean que conozca un hombre bueno que...

-Precisamente eso es lo que no quiero. No me interesa conocer a nadie –soltó sin pensar.

Dejó la taza de té sobre el escritorio, se puso de pie con ímpetu, y se acercó a la ventana para mirar hacia el jardín. Cuando se dio cuenta de su comportamiento pueril, se giró para disculparse

-Lo siento, María.

-No se preocupe, señorita –la mujer sabía que su jefa solía mostrarse así de irascible cuando el agotamiento estaba a punto de consumirla-. No debería trabajar tanto –musitó.

-Lo sé, necesito unas vacaciones. Desde que monté la empresa no he tenido tiempo para mí –su voz sonó rasposa y mustia.

-Pues ya va siendo hora –la animó María sonriendo-. La dejo para que siga trabajando. Vendré después por la bandeja de té.

Ángela se encontraba realmente hecha polvo. Volvió a sentarse y a sumirse en sus pensamientos. Había tomado las riendas de su vida y no iba a permitir que sus padres interfirieran en ella, con una vez había tenido suficiente.

Además, no necesito un hombre en mi vida, pensó para sí.

Mañana cumpliría veintisiete años y, desde que podía recordar, sus padres siempre la habían apoyado en sus decisiones. No esperaba que llegara el día en que se opusieran a una de ellas, pero, así había sido.

Pensado que no perdía nada por intentarlo, y como no tenía ninguna idea preconcebida del asunto en cuestión, dejó que su madre le presentara a un apuesto joven, mas no terminó bien.

Ella siempre se había formado sus propias opiniones, observando, escuchando y viviendo sus propias experiencias. Y, hasta ahora, había tenido un juicio parecido al de sus padres. No obstante, después de aquello, su criterio respecto a pasar el resto de su vida con alguien, no tenía nada que ver con el de ellos. Es más, cuando pensaba en ello, volvía a reafirmarse que nunca uniría su vida a la de nadie.

Por fin, al ver que no dejaban de insistir, hablo con ellos sobre lo que opinaba. Su madre, puso el grito en el cielo y, su padre, aunque no dijo nada, su silencio le hizo saber que estaba de acuerdo con su esposa.

Así pues, por primera vez, allí estaba, enfrentando a sus padres. Ellos sabían que era muy testaruda y que no cedería. Lo malo era que había heredado esa tozudez de su madre, que estaba decidida a encontrarle su "media naranja" y, como había visto que no iba a dar su brazo a torcer, le estaba organizando una deslumbrante fiesta de cumpleaños.

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