Capítulo 2

-¡Vamos a llegar tarde! –se quejó Dora Cruz-. Tu hermana está impaciente y yo igual. Queremos conocer a Ángela Paredes. Supongo que ya sabes que apenas se deja ver. Si nos retrasamos más tiempo, habrá tanta gente que será muy difícil verla. ¡Tenemos que darnos prisa!

Dora Cruz había irrumpido en la habitación de su hijo y no dejaba de caminar de un lado a otro, impaciente. Él también quería conocer a Ángela Paredes y estudiarla detenidamente, pero no iba a mostrarse ansioso. Así que, con extrema lentitud comenzó a colocarse la corbata.

-La fiesta no se moverá, madre –le aseguró el señor Cruz a su madre, y se giró para sonreírle amablemente y, quizás, con un poco de malicia también.

-No se trata de eso. ¿Es que no acabas de escuchar que será más difícil verla cuanta más gente haya? –replicó la mujer muy seria.

-Está bien, madre. Esperadme abajo, no tardaré más de cinco minutos –prometió Felipe. Quería reír a carcajada limpia al ver la seriedad en la cara de su progenitora.

Su familia no conocía la situación económica en la que se encontraban y, mientras estuviera en sus manos seguiría así. Era lo único que le quedaba, su madre y su hermana, y no iba a mortificarlas.

Apenas habían pasado unas semanas desde la muerte de su padre, y su madre y su hermana no parecían en absoluto afectadas. A él tampoco le importaba la ausencia de Ricardo Cruz, pero, por si acaso le tuvieran un poco de cariño al fallecido, no iba a angustiarlas con otra desventura más.

Desde luego, no parecía que la persona que había muerto fuera el pilar principal de la familia, y es que el señor Cruz nunca había intentado ser un padre para sus hijos, o un marido para su mujer.

Felipe sabía que sus padres habían sido felices al principio de su matrimonio, pero que con el tiempo algo cambió y se convirtieron en completos desconocidos. Nunca había preguntado por qué y, no lo haría ahora. Ese tema simplemente nunca debía mencionarse.

Así pues, la única figura paterna que había tenido se llamaba Dora Cruz, que había sido padre y madre a la vez. El susodicho nunca se había mostrado cariñoso o atento con su hermana o él, mas, eso sí, nunca les había negado nada material.

Todos decían que los Cruz habían sido una familia muy unida. Solamente los implicados eran conocedores del abismo inmenso que había existido entre ellos.

***

La residencia Paredes era enorme. Estaba compuesta de dos plantas y se encontraba en uno de los barrios más exquisitos de la ciudad, Los Castillos.

La casa estaba rodeada de un extenso jardín, dividido por un camino de piedra que conducía a la entrada principal. A los lados había pequeñas arboledas de color rojizo y farolas bien ubicadas que iluminaban todo el trayecto hacia el domicilio. La vivienda era de color ladrillo y tenía grandes ventanales.

Mientras Felipe Cruz entregaba las llaves de su vehículo al muchacho que se encargaría de estacionarlo, su madre y su hermana ya subían los cuatro escalones que conducían a la entrada principal, a duras penas las alcanzó.

En el vestíbulo se encontraron con los señores Paredes que estaban encargándose de recibir a los invitados.

Caridad Paredes era una mujer de unos cincuenta años, cabello castaño ondulado, ojos color avellana, nariz patricia con varias pecas desperdigas por ella y parte de sus mejillas.

Alberto Paredes era alto y de complexión fuerte. Su pelo y sus ojos eran negros. Su piel morena expresaba salud y vitalidad. Sin embargo, parecía no estar a gusto allí, o al menos eso indicaba la expresión seria de su rostro.

A Felipe le simpatizaron, aunque la verdad no les prestó mucha atención. Esperaba el momento en que le presentaran a Ángela Paredes, empero, tanto su familia como él se extrañaron cuando les indicaron la entrada al salón principal, y no h**o ni un ínfimo rastro de la homenajeada.

***

Ángela estaba absorta contemplándose en el espejo. Hacía tanto tiempo que no se ponía algo así. Con ese vestido verde esmeralda era completamente otra. Su madre lo había mandado hacer exclusivamente para ella, seguramente de algún conocido diseñador. La verdad era que mientras le gustara lo que se pusiera, no le importaba quien lo hubiera hecho.

El escote tenía forma de corazón y las mangas no eran para cubrir, sino más bien un adorno de la prenda. Una bonita cinta debajo del busto le daba al vestido más vitalidad y, debajo de ésta se formaban largos pliegues hasta las rodillas.

La señora Paredes sabía que su hija nunca se pondría un vestido ceñido, así que había optado por uno suelto pero elegante. Por supuesto, no se había olvidado de los zapatos y pendientes a juego.

Sus ojos marrones estaban maquillados con una ligera sombra beige, y una línea verde manzana recorría todo el párpado móvil. Le habían recogido el cabello castaño oscuro en un peinado sencillo con mechones sueltos para que suavizaran sus facciones.

-¿Está lista, señorita?

-Sí, entra –María se detuvo en seco apenas vio a su señora-. Bueno, ¿cómo estoy? –dijo sonrojándose.

-Está bellísima –contestó la mujer.

-Gracias –replicó Ángela en apenas un susurro.

Momentos como estos afloraban su timidez

-Hace más de dos años que no me vestía así –dejó de hablar para verse en el espejo otra vez-. Me veo tan...tan extraña –con un fuerte suspiro se dio la vuelta-. Bueno, mi madre ha conseguido lo que quería –musitó resignada para sí.

-Todos la están esperando –María se quedó callada unos segundos, no sabía si decir lo que le habían ordenado.

La verdad era que su jefa no parecía nada a gusto con esa fiesta. Podía estar muy guapa, pero la incomodidad que desprendía era notable

-La verdad es que su madre está... bueno, impaciente. Me ha ordenado que venga por usted. Creo que no le gustó que llegara tan tarde de trabajar.

-No voy a sentirme culpable por eso. Tiene que entender que la fábrica no descansa –se miró por última vez en el espejo y respiró hondo-. Bueno, ya estoy lista.

Sin embargo, no lo estaba. Una cosa era tener que hablar delante de veinte personas por motivos laborales, y otra muy distinta enfrentarse a... ¡Ni siquiera sabía cuántas personas había invitado su madre! , exclamó dentro de sí.

Dejó de avanzar. Bajar esas escaleras la llevarían, sin duda alguna, a una tortura segura.

-Necesito unos minutos, María –Ángela se percató que su ama de llaves dudaba si dejarla allí–. No te preocupes, no serán más que unos minutos.

-Está bien, señorita –la mujer no tuvo más remedio que obedecer, después de todo, era su jefa.

Cuando se quedó sola cerró los ojos, tenía que calmarse. Ya no era la muchacha tímida que se sonrojaba con facilidad. Todo eso había quedado atrás cuando fundó las empresas Paredes. Esos primeros meses fueron desastrosos para sus nervios, pero, poco a poco, fue aprendiendo y dejando atrás sus miedos e inseguridades.

Sin embargo, por más que lo intentó, allí estaban otra vez esas sensaciones recorriendo su cuerpo. Finalmente, decidió bajar por las escaleras secundarias y, desde las sombras, analizar el panorama.

Había, por lo menos, unas cincuenta personas y, seguramente, el número aumentaría. No, definitivamente no estaba preparada para eso. Retrocedió lentamente y, en lugar de regresar por las escaleras, cogió el pasillo en penumbras hacia su despacho.

Estaba un poco triste porque sabía que sus hermanas estarían en la fiesta y le hubiera encantado verlas. Últimamente, apenas habían coincidido y quería hablar con ellas del terrible empeño de su madre por emparejarla. No quería que intervinieran, por supuesto, tan solo necesitaba desahogarse.

Completamente absorta en las dificultades que tenía con su madre, no se percató de la presencia de un hombre apoyado en la pared.

-¿Se encuentra bien?

Ángela se sorprendió tanto que dio un pequeño respingo. Miró al hombre realmente desconcertada.

¿Qué demonios hacía alguien allí?

Reparó que era alto, de complexión atlética, hombros anchos, cabello oscuro y unas facciones masculinas que... Ángela reaccionó, carraspeó un poco para asegurarse que su voz saliera fuerte y clara.

-Sí, perfectamente. Lo que no entiendo es que hace usted aquí. La fiesta está cruzando esa puerta –espetó señalándola.

El hombre la miraba con una ligera sonrisa, como si se estuviera divirtiendo a su costa. Bueno, se dijo a sí misma, a ella que más le daba, mientras no se moviera de allí.

Comenzó a caminar, pero tuvo que frenar cuando el intruso se situó delante.

-Lo sé, pero, ¿no cree que hay demasiada gente? Además, el motivo de la fiesta es más que evidente... -Ángela frunció el entrecejo-. Los nuevos ricos no se dan cuenta de que hay que ser discreto con la decoración si se quiere mostrar clase, hay que invitar sólo a las familias más influyentes para que no suceda esa aglomeración de allá afuera –Felipe sonrió-. Perdone, -Ángela sintió como la examinaban de la cabeza a los pies-. Perdón, que maleducado soy, Felipe Cruz –le cogió la mano y se la besó.

Ángela intentó recuperarla, pero él no se lo permitió. Estaba comenzando a irritarse, y no porque hubiera criticado la fiesta que había organizado su madre, si supiera los motivos reales de esa fiesta, pensó la joven para sí, sino porque no tenía tiempo que perder. Además, no le gustaba que la miraran así.

-Ángela Paredes –cuando terminó de decir su nombre, su mano quedó libre, y, rápidamente, colocó las dos tras de sí, lejos de él.

Entonces, vio como los ojos de Felipe Cruz se agrandaban, pero, no podía ser. ¿Por qué provocaría ella una impresión así? A menos que se hubiera dado cuenta que había dicho comentarios que podían haberla ofendido, pero la clase de sorpresa que veía en esos ojos era de una naturaleza bien distinta, nada que ver con arrepentimiento o vergüenza.

-Si me disculpa –no podía quedarse más tiempo allí, o su madre acabaría encontrándola. Tendría que dejar a un lado la curiosidad.

Intentó reanudar su camino, pero él volvió a impedírselo.

-¿No debería estar recibiendo a sus invitados?

Así que era eso, pero no iba a dar explicaciones, y menos a un desconocido. La actitud petulante que desprendía, como si fuese una persona intachable, y la sonrisa de oreja a oreja aumentaron su enfado.

¿Se estaba burlando de ella?

-No, no debería –respondió secamente-. Ahora déjeme pasar.

-En ese caso, déjeme acompañarla. No debería pasar su cumpleaños sola ¿no cree?

-Gracias, pero no necesito la compañía de nadie –no le gustaba para nada el aura de ese hombre. La forma como le impedía el paso hacía que se sintiera vulnerable e insignificante.

-¡Vamos! ¿Dónde está su amabilidad? Compadézcase de mí.

-No creo que lo haga, no después de sus comentarios – la expresión del señor Cruz fue genuina, pero suficiente para advertir que acababa de darse cuenta que la había ofendido. Pues, no le iba a dar tiempo para que se disculpara-. ¿Por qué ha venido si no quiere estar en la fiesta? No creo que lo hayan traído a la fuerza.

-Es verdad, tiene razón –Felipe amplió su sonrisa. Al parecer, no iba ni siquiera a intentar disculparse-. Pero no podía dejar a mi madre y a mi hermana a su suerte.

-Las mujeres sabemos cuidarnos solas –protestó Ángela. Cada vez tenía más ganas de golpear a ese hombre.

-Está bien, está bien, no tiene que ponerse así. Yo sólo cuido de mi familia.

Ángela se avergonzó un poco, después de todo, no conocía a la familia de ese hombre. Sacar a relucir sus opiniones en ese momento no estaba bien, pero es que explotaba cuando la gente la veía necesitada de alguien que la cuidara y, ese hombre parecía querer hacerlo.

-Quizá debería culparla a usted –insinuó Felipe cuando vio el cambio de expresión de la joven.

-¿A mí?

-Sí, ahora mismo podría estar en mi casa, disfrutando de mi cama, pero mi madre y mi hermana tenían la esperanza de conocerla.

-¿Conocerme? No veo que interés puedan tener –esta vez sí que quería saber -. Explíquemelo, por favor.

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