Cadáver Resiliente

“Lo que nos permite sobrevivir como especie no es la inteligencia ni la fuerza, sino nuestra capacidad de adaptación.”

Natalia Gómez del Pozuelo.

Salí de casa sin mirar atrás. Podía sentir los gritos de mi madre llamándome, pero la ignoré. No quería volver. ¡Lo había matado, m*****a sea! Iría a la cárcel por eso. Debía correr lo más lejos que pudiera. Estaba segura de que mi madre no me protegería.

De pronto, sentí un grito que me heló la sangre. Miré atrás. Era mi madre, que me miraba con odio en los ojos. No me sorprendía, pues sabía que no me quería.

—¡Irás a la cárcel por esto, estúpida mocosa! —gritó para luego romper en llanto.

¿Cómo podía llorar por un hombre que la maltrataba y la despreciaba? Me era imposible entenderla, y no era como si quisiera hacerlo, pero era el único hombre que se quedó con ella todo este tiempo. Él algunas veces traía dinero que conseguía haciendo negocios sucios. Mientras tanto, la mujer que me parió se drogaba para escapar de este mundo y olvidaba que tenía una hija que prácticamente se crio sola.

Algunos vecinos salieron a mirar qué había ocurrido, por lo que me puse la capucha de la chaqueta que traía. A pesar de todos los gritos que escuché de ella, que hicieron que varias lágrimas cayeran por mis mejillas, comencé a caminar sin mirar atrás esta vez. No sabía adónde iría. No tenía a nadie. Estaba perdida, y para más remate, se hacía de noche.

No sabía cuánto caminé, pero llegué a una pequeña cafetería con un cartel que decía “Abierto 24 horas”.

¡Vaya, justo lo que necesitaba!

Si tenía suerte, podría pasar toda la noche aquí y buscar algo por la mañana. Una vez que entré, el olor a comida hizo que me sonara el estómago tan fuerte que por un instante pensé que los demás lo habían escuchado, pero no. Las tres personas que había en el lugar en ningún momento levantaron la mirada, ni siquiera cuando, al abrir la puerta, sonó la campana. Mejor para mí. Le sonreí a la señora detrás del mostrador. Debía tener al menos unos cincuenta años. Los años se le notaban en la cara, aunque yo debía verme peor.

—Siéntate donde quieras, nena. —Sonrió.

Asentí y caminé hasta la última mesa desocupada. Era muy poco lo que se me veía, y era lo que necesitaba.

Me dejé caer en la silla y me cubrí la cara con las manos. Todavía no podía creer lo que había hecho.

¡Había matado a alguien!

Apenas tenía dieciocho años, no podía ir a la cárcel.

Seguro mi mamá ya me denunció.

Seguro ya me estaba buscando la policía.

Quizá David sobrevivió y ahora me buscaba para matarme.

Una fuerte punzada en la cabeza me sacó de mis pensamientos. Miré hacia la calle. Ya había oscurecido y la gente caminaba con tranquilidad hacia sus casas, sus hogares, con sus hijos, madres, esposos, novios, sin saber que detrás de este vidrio había una persona que acababa de matar a alguien. ¿Por qué tuve que tener esta madre, esta vida? Si la policía me atrapaba, me encerraría por matar a alguien que tal vez habría terminado matándome. ¿Cómo hacerles saber que decía la verdad? Solo era una adolescente que ni su propia madre defendería. Por mi situación económica, simplemente cerrarían mi caso y me enviarían a prisión.

«No puedo más». Dejé escapar un fuerte suspiro.

—¿Y ese suspiro, querida? ¿Un chico? —cuestionó la señora del mostrador, que ahora estaba parada frente a mí. No dije nada, no sabía qué decir tampoco, y ella lo notó—. ¿Qué vas a ordenar, linda?

Me removí incómoda. Apenas tenía dinero, y no podía darme el lujo de gastarlo.

—Yo… no tengo dinero para ordenar. —Agaché la cabeza y recé porque se fuera y no me echara.

No dijo nada ni se marchó.

Cuando ya pensaba que me iba a echar, cuando comencé a agarrar mis cosas, habló.

—¿Qué te gustaría comer? —Por un momento creí que no me escuchó. La miré—. ¡Yo invito! —Sonrió y me guiñó un ojo.

Estaba a punto de decirle que no era necesario, pero mi estómago volvió a sonar, y esta vez más fuerte. Me recordó que no había comido en mucho tiempo.

Ella levantó una ceja, divertida.

«¡Gracias por tanto, estómago!».

—Solo un sándwich —contesté en voz baja.

Asintió y caminó hasta el mostrador.

Me acomodé en el asiento de nuevo. Era muy duro como para estar toda la noche aquí. A la mañana siguiente me levantaría sin trasero. Pero había dormido en situaciones peores. La clave era ser capaz de adaptarse a cualquier situación. Además, no era como si fuera algo tan difícil. Los seres humanos lo habíamos venido haciendo desde que existíamos.

La campana de la puerta sonó al abrirse. Miré en esa dirección. Eran dos policías. Se me heló la sangre. Por un momento sentí que todo pasaba en cámara lenta. Ellos se acercaron al mostrador y le mostraron una foto a la señora. M****a, era una foto mía de hacía dos años.

¡Ella me denunció!

¡La m*****a denunció a su única hija!

Me puse roja. Tenía rabia y pena, pero más rabia. ¿Cómo pudo haberme hecho eso? Me levanté tranquila y caminé hacia el baño asustada. Esperaba que la señora no me delatara, pero ella no me conocía.

¿Por qué no iba a decirles que era yo?

Entré al baño y cerré la puerta. También esperaba que en cualquier momento los policías entraran. Pensé en las miles de cosas que les diría para que no me arrestaran, pero sabía que no me creerían. Esa mujer debió haberles dicho muchas cosas malas como para que ellos se dieran el tiempo de buscarme, porque cuando ocurrían asesinatos en nuestro barrio, que era bastante seguido, solo quedaban en eso, en muertes, a menos que hubiera algo más.

Odiaba a mi mamá.

Debí haberla matado a ella también.

La puerta del baño se abrió y entró alguien, pero no dijo nada. Me quedé tan callada que ni el sonido de mi respiración se escuchaba. Esperaba que a mi estómago no se le ocurriera sonar ahora.

«¡Porque por Dios que me lo saco!».

—Sé que estás aquí, Aria. —Reconocí la voz. Era de la señora del mostrador. No dije nada—. ¡Sal de ahí y cuéntamelo todo!

Tenía miedo. Quizás ella estaba ahí con los policías.

«¡Me va a entregar!».

Mis manos comenzaron a sudar. No sabía qué hacer. Yo no debía estar en esa situación, ¡por Dios!

Un golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos, asustándome.

—Aria, no están los policías aquí, ya se fueron.

Salí. Me crucé de golpe con mi reflejo en el espejo. Estaba llorando, y no me había dado cuenta. Llevé una de mis manos a mi cara para encontrarme con la humedad en mis mejillas. Estaba horrible. Estaba herida. Tenía heridas que ni aunque volviera a nacer desaparecerían. 

Me habían abandonado y dañado tanto que no sabía cómo seguía viva.

—¡Maté a alguien! —exclamé. Ella se llevó una mano a la boca, asustada—. Tranquila, soy inofensiva cuando no me dañan —aclaré.

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