Capítulo 3

—¿Me prestas un bolígrafo? —preguntó. Se lo pasé—. Gracias.

Teníamos una hora libre, para variar. Aproveché el tiempo para adelantar un trabajo práctico y no fui la única. La biblioteca estaba repleta de alumnos. Era raro porque, generalmente, era uno de los lugares menos concurridos. Sin embargo, debo resaltar una cosa bastante llamativa porque comencé a tratar bien al chico, bueno, algo así. La mayoría de la veces, cuando se colgaba a hablar de no sé qué, simplemente mis palabras salían solas: «Deja de hablar tanto», «No me interesa», «Quita tu mano y ni se te ocurra tocarme de nuevo», «Eres un pesado», «Déjame en paz», «Estás completamente loco»… y un sinfín de respuestas similares, pero siempre obtenía lo mismo de su parte: «Me gusta ser el causante de tu sonrisa».

Algo estaba pasándome y, durante estos días, mi cuerpo sufría de ciertos temblores, cosquilleos en el vientre y sentir los latidos de mi corazón. Esto último comenzaba a asustarme. Creí que el hielo seguiría intacto, tan gélido, tan impenetrable, tan macizo… Me equivoqué porque Valentín  tenía, y tiene, una tenacidad inexplicable y, lo peor, él mismo se estaba encargando de derretir el hielo de mi corazón, tan deprisa que la calidez en mi pecho crecía cada un poco más.

No puedo negar el miedo que me produce el hecho de permitir crecer este algo que siento cada que estoy a su lado, cada que me sonríe, me habla, me… toca. Porque sí, el muy desgraciado se atrevía a rozar su mano con la mía e incluso llegó a dejar suaves caricias en mis mejillas con la tonta excusa: «Tienes una piel muy tersa y tus mejillas me gustan mucho». Maldito Valentín y sus tonterías.

Y ahora lo tenía que aguantar, sentado a mi lado, pidiéndome prestadas mis cosas.

Suspiré con notable cansancio, comenzando a guardar los libros y cuadernos.

—¿Terminaste? —cuestionó.

—Sí —repliqué y lo miré por primera vez desde que habíamos llegado—. Y no hables. Estamos en la biblioteca —regañé.

—Pero quiero hablar contigo —murmuró, haciendo un puchero cual niño pequeño—. Aunque a mí me falta terminar algo aquí —objetó.

—Pues allá tú —Me incorporé de la silla, la mochila al hombro y, antes de dar el segundo paso, lo miré una vez más—. Entonces, ¿no vienes? —pregunté.

Decir que casi tira la silla cuando se irguió de golpe, es decir poco. Luego de unos breves minutos, ambos salimos del silencioso lugar. Valentín sonreía como tonto y, tal vez, eso comenzaba a gustarme más de la cuenta.

(…)

He luchado hasta el agotamiento, envolví y congelé mi corazón, pero, aun así, luego de todas mis acciones antipáticas, todos mis rechazos, él ha conseguido vencer a mis demonios. Él traspasó cada barrera y ha conseguido derretir, con sus sonrisas, sus palabras, sus acciones, su tenaz insistencia, el hielo que hasta hace poco cubría del todo mi corazón.

¿En qué momento? No lo sé. Después de ese estúpido impulso de pedirle que nos fuésemos de la biblioteca —hace tres semanas atrás—, he dejado de ponerme límites. Aun así, solo es con él. Sigo siendo la misma chica de siempre, aunque debo de admitir que ahora sonrío más.

¿Me estaré volviendo loca? Porque el loco aquí es el chico de sonrisa bonita y no yo o tal vez sí; puede que sí porque dejar que el chico risueño y hasta cansino entre a mi mundo, a mi burbuja, es prueba de ello…

Estoy loca.

Pese a todo, había algo más que debo resaltar: mi madre. Ella quería saber absolutamente cada detalle. Luego de narrarle todo, venía la razón de su interrogatorio y salía con cada cosa como: «¿Cuándo lo traerás a casa?», «Es porque está enamorada, por eso sonríes», «Te gusta, admítelo ya, Bella»… Debo admitir que sí, el tonto sabía cómo conseguir que sonriese. En resumen, lo que viví estas tres últimas semanas ha sido increíble, no lo negaré. Estaba dejándome arrastrar, ya no resistía, ya no mas respuestas desagradables. Solo esperaba que fuese para bien. No quiero sufrir de nuevo porque si eso llegase a ocurrir, ya no volvería siquiera a ser la sombra de lo que soy hoy día.

(…)

—¿Sabes una cosa? —Negué con la cabeza, sin mirarlo—. Cada día que pasa me enamoro más de ti —espetó.

Directo. Siempre sin rodeos. Me comenzaba a gustar también ese lado suyo. Lo peor era que cada me gustaban más cosas de él.

—Eres cansino —proferí, esbozando una tenue sonrisa.

La brisa suave mecía los árboles, las hojas comenzaban a caer… Algo que me fascinaba, en parte, era poder apreciar los diferentes matices de colores; el clima iba cambiando, el frío cada más cerca mientras que mi corazón cada más cálido.

 Irónico.

—No puedo creer que me digas eso —habló—. Y encima en nuestra primera cita.

—Alto ahí —Frené los pasos, posicionándome frente a él—. No confundas una salida de amigos con una cita.

—Déjame soñar, ¿de acuerdo? —Sonrió con nostalgia—. Isabella, ha pasado un mes desde que nos llevamos bien, dime, ¿en todo este tiempo no has sentido nada, absolutamente nada por mi ni un poquito de cariño?

—No —respondí, volviendo a caminar.

Escuché sus pasos a mi lado. Había aceptado salir con él, aprovechando mi día libre. No hicimos nada fuera de lo normal. Fuimos al cine, a comer y ahora me acompañaba hasta unas pocas calles de casa y no, aún no conocía mi casa y tampoco estaba en mis planes llevarlo… por el momento.

—¿Quieres ir al parque? —preguntó, casi inaudible—. Aún es temprano.

—Mejor lo dejamos por hoy —proferí—. Estoy algo cansada.

—Está bien, dejémoslo para otro día —inquirió.

Sentí un malestar en mi pecho. Desconocía la causa, pero tal vez fue por el tono de su voz, tal vez por sus ojos opacos, tal vez porque… No lo sé. No sé qué me estaba pasando.

—Bueno, aquí me despido —Frené los pasos—. La pasamos bien. Me divertí. Nos vemos el lunes.

—Yo igual —Sonrió, ¿triste? ¿Por qué?—. Cuídate.

—Tú también —Algo me impedía mover los pies—. Espero que podamos ser muy buenos amigos de ahora en más y tal vez repetir salidas como esta.

—Por supuesto —profesó—. Trataré de ser tu amigo, lo prometo.

—Bien —Suspiré, tratando de anular el nudo en mí pecho—. Espero que cumplas tu promesa.

—Lo… haré —murmuró, no muy convincente.

—Adiós, Valentín —saludé.

Por fin pude moverme. Dejando atrás a Valentín con un rostro nostálgico.

—Adiós, Isabella.

No volteé a verlo, solo alcé la mano, correspondiendo el saludo.

(…)

El silencio de la calle solo era interrumpido por el palpitar de mi corazón. Sí, el muy condenado órgano latía de manera frenética.

Inhalé y exhalé profundamente, tratando de calmar todas mis raras emociones. Levanté la mirada al cielo, encontrándome con un manto gris; llovería. Apresuré los pasos y divisé el atajo que me dejaba justo a una cuadra de casa. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia el camino tan conocido por mis pies. No era la primera vez que lo hacía, pero lo cierto era que nunca noté o vi a nadie caminar por aquí o por lo menos no cuando yo lo hacía, razón por la cual el eco de mis pasos se oía perfectamente.

Continué hasta que me percaté de que no era la única persona que caminaba por el pasaje. No quise girar para ver quién era. No me importaba y faltaba poco para la salida a la calle principal. Agarré velocidad en mi andar, había algo en el ambiente que no me era confiable. Algo pasaría, lo intuía y alguien me agarró del brazo derecho, doblándolo hacia la espalda; no sentí dolor, pero si una terrible incomodidad. Un brazo desconocido se posicionó como dueño de mi cintura. Una fragancia llegó a mis fosas nasales y las ganas de asesinar a dicha persona me embargaron por completo. Antes de que dijese alguna cosa, el idiota se adelantó.

—Lo siento —musitó, cerca de mi cuello—. No quise asustarte, pero no puedo cumplir la promesa que te hice hace solo unos minutos atrás.

—Si no me sueltas, te juro que no te vuelvo a dirigir palabra alguna —acoté.

De un rápido movimiento, cambió la posición y no, no me soltó. El muy tonto rodeó con ambos brazos mi cuerpo, apretujándolo contra el suyo. No podía mover un solo músculo. ¿Por qué? No quería saber esa respuesta por más que mi consciencia me gritaba, por más que mi corazón saltaba con ímpetu en mi pecho. Por más que luchase una y otra vez, negándolo, la respuesta era tan simple, tan sencilla… En sus brazos me sentía protegida, amada, deseada… Me sentía bien. Había caído. Ya no mas corazón gélido, ya no mas luchas, ya no… había barreras. Descubrí que me había… enamorado.

Me enamoré de Valentín.

Que estúpida.

—Te necesito a mi lado —musitó, ciñéndome más hacia sí—. Ya no puedo sobrellevar lo que siento por ti —Sus palabras atravesaban cada poro de mi piel—. Por favor, déjame derretir el hielo que cubre tu corazón, déjame curarte, déjame protegerte, déjame y déjate amar —Hizo una pausa, inhalando el aroma de mi cabello—. Te amo, Isabella, te amo con toda mi alma. Lo hago desde hace mucho, así que, por favor, déjame ser parte de tu vida. Déjame entrar en ella y te juro que no te arrepentirás, prometo que cada día será único, distinto al anterior. Por favor, ya no puedo más, yo…

—Ya lo hiciste —interrumpí, me tenía envuelta entre sus brazos y su cuerpo se sentía cálido—. Derretiste el hielo, eres un grandísimo tonto. No sé cómo ni cuándo, pero te metiste sin permiso en mi vida, derribaste con creces todas mis barreras…

—Lo logré —espetó bajito—. Eso quiere decir que... —Lentamente, fue aflojando su agarre y pude, al fin, ver sus ojos y una perfecta y tierna sonrisa en sus labios—. ¿Me darás una oportunidad? —Asentí—. ¿De verdad? —Asentí de nuevo—. ¿Me dejaras amarte? —Asentí otra vez—. Entonces, ¿puedo besarte? —Negué, totalmente seria—. Pues lo haré igual.

Sus ojos permanecían fijos en los míos; el cosquilleo molesto, aquel que había olvidado por completo, aquel que era semejante a un centenar de mariposas revoloteando en plena revolución, se apoderó de mi estómago. El frenesí de mi corazón, la calidez de su cuerpo junto al mío… Sus intensos ojos abandonaron los míos para mirar mis labios.

Un acercamiento interminable, un roce… Algo que comenzó como un simple tacto se transformó en un casto beso. Hacía mucho, mucho tiempo que no besaba… a nadie. No había tenido contacto alguno con ninguna persona. Valentín era el primero, después de lo que pasó con… mejor ni nombrarlo. Y deseé, muy egoístamente, que fuese el último.

Sus brazos seguían firmes alrededor de mi cintura y cuando mi cuerpo reaccionó, rodeé su cuello con los brazos. Con los dedos, jugué con los cabellos de su nuca. Describir las miles de sensaciones que llenaban mi ser era… imposible. Faltarían palabras. Nuestros labios encajaban a la perfección, moviéndose al compás, como si fuesen hechos el uno para el otro. Su sabor mezclándose con el mío.

Su lengua húmeda y tibia, buscó la mía, comenzando caricias tórridas, mutando el beso en algo más apasionado. Sus brazos me estrujaron más, ciñéndome más a su cuerpo y la tibieza que emanaba traspasó mis ropas, envolviéndome, mientras que un leve temblor me invadía. El incesante latido de mi corazón; ya no había ni rastro de hielo. Ya no estaba sola dentro mi burbuja, ahora era nuestra burbuja… Nuestros labios seguían unidos en un beso interminable, en un contacto que ninguno era capaz de romper.

Un pequeño gruñido imperó cuando una de mis aventureras manos se deslizó en el minúsculo espacio entre nuestras anatomías, palpando su pecho. Mordió mi labio inferior a la par soltaba un leve gemido. Mis labios ardían, mis pulmones exigían a gritos sordos el tan ansiado aire. Hice caso omiso, no quería separarme, no quería dejar de saborear su boca, no quería que su lengua dejase de recorrer con ansias mi boca, pero todo aquello quebró cuando sentimos las primeras gotas.

—Imaginé… —musitó—. Imaginé muchas veces como sería probar tus labios, pero esto superó todo lo que en mi mente idealicé.

Sonreí, sintiendo como la lluvia nos mojaba.

—Bueno, quizá podría haber próxima vez —susurré.

—La habrá —inquirió, esbozando la más dulce sonrisa—. Porque me encargaré de qué así sea, ¿sabes por qué? —Negué, moviendo apenas la cabeza—. Porque te has convertido en mi droga. Si antes era adicto a ti, aún si tenerte en mis brazos, ahora que te tengo pegado a mí, que tuve el placer de probar el delicioso néctar de tus labios, ya no podré vivir sin la necesidad de besarte cada que pueda.

—Estás loco —espeté, riendo por lo bajo—, pero la loca soy yo por dejar que lo hagas.

—Entonces…

No le di tiempo a que terminase de decir, lo qué fuese que iba a decir.

Reclamé su boca porque sus labios también se habían convertido en mi droga, mi adicción.

La lluvia se hizo más intensa y me di cuenta de que ambos estábamos empapándonos. Nos volvimos a separar. Dejé de lado toda la personalidad que había creado. Dejé de lado todo tipo de pensamientos negativos. Dejé ir por fin mi pasado, a los fantasmas.

Agarré su mano, entrelazando mis dedos con los suyos. Bajó la mirada a nuestras manos juntas, unidas, y, luego, me regaló una sonrisa única que quedará tatuada en mi memoria. Su mirada atiborrada de ilusión y mi corazón brincó de alegría. Sonreí como una niña, como jamás lo había hecho porque supe, en ese instante, que Valentín nunca sería capaz de hacerme daño. No sé por qué razón, no sé si hubiese en realidad un por qué, solo sé que algo dentro de mi deseó no volver a soltar su mano.

—Vamos —indiqué, dando unos pasos—. Nos estamos mojando y no quiero enfermar ni deseo que tú enfermes.

—Pero, ¿a dónde? —preguntó.

—A casa.

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