Capítulo 1

Nunca supe que fue de Gina, supongo que con todo lo que pasó, prefirió alejarse de mí y la entendí. Además, no tuve las ganas necesarias para saber de ella.

Pasé los siguiente cuatros meses más duros, fríos y solitarios de mi vida y, con ellos, se sumaban nuevos sentimientos. Egoísmo, orgullo, vanidad, soledad… frialdad. Mi cumpleaños número 18 lo pasé en un parque, comiendo un pote de frutas que había sido parte de un  pago, junto a unos cuantos billetes, después de haber limpiado los baños de un restaurante. Aun así, fui feliz, era libre, pero aquella libertad no era como la hubiese deseado.

Comencé a trabajar de camarera en una cafetería y fue cuando la conocí. Iba todas las tardes a tomar el té y, casi siempre, yo era la encargada de atender su mesa. Primero fueron saludos cordiales, como con todos los clientes; pasado las semanas fueron pequeñas charlas, diálogos, resumidos de mi vida porque, constantemente, su curiosidad acrecentaba. Y, conforme pasaba el tiempo, nos convertimos en una rara amistad. Comencé a visitarla, pasando horas y horas conversando, hasta que un día terminé por contarle todo sobre mí, trayendo dolorosos recuerdo que creí, ilusamente, los tenía reprimidos. Lloré, me desahogué, saqué todo el dolor de mi alma, de mi corazón y ella fue la única persona que me tendió la mano. Ella fue la única que me sostuvo en brazos. Ella fue la única que me susurró dulcemente que todo estaría bien, que yo era mucho más valiosa de lo que el resto del mundo creía. Ella fue la única que no me humilló. Ella fue la única que no me alejó por ser una abominación. Ella fue la única que creyó en mí. Ella fue la única que me cobijó en su corazón. Ella fue mi salvación, mi verdadera heroína. Emma Walker, una mujer que a mis ojos era como mi madre y a sus ojos yo era esa hija que nunca pudo tener.

Transcurrió unos meses más hasta que ella consiguió —a saber Dios cómo, aunque como abogada supongo que facilitó las cosas— mi tutela legal porque aquellas dos personas que me dieron la vida renunciaron a mí. No quisieron saber si estaba bien, solo bastó un par de firmas para que toda relación que existía se redujese a nada.

Y así fue como Emma Walker me recibió con el corazón abierto.

Dentro su vida, dentro de su casa.

Un verdadero hogar.

Un año después —cuando todo iba en un mismo cauce— pude por fin ingresar a la universidad. Un abanico de posibilidades se abría ante mis ojos y no dudé un solo instante en apuntarme a una carrera. Opté por estudiar Publicidad. Decir que todo marchaba bien era decir una vida en paz, llena de cariño, un hogar al cual volver. Muchas veces Emma cuestionaba: «¿Cuándo traerás a casa a alguna novia o novio?». Por supuesto, ella sabía sobre mi orientación sexual, lo supo desde que nos conocimos y jamás hizo algún comentario ofensivo. Para ella, el amor no tiene género, el amor no hace diferencia, no discrimina. Con ella me gané el cielo en la tierra. Me gané ese calor maternal que se me fue negado por la persona que me trajo al mundo.

Una tarde —cuando llegué a casa luego de un día bastante ajetreado de la universidad y del trabajo en la cafetería—, olfateé un rico aroma a galletas recién horneadas y me dirigí al living donde, como todas las tardes, ella me esperaba para merendar y, antes de que ella dijese algo, me adelanté a cualquier tipo de saludo. No lo pensé, solo… nació desde mi corazón aquella palabra, mamá. Ahí, en ese instante, terminó de forjarse, con todas las de la ley, nuestra pequeña, pero cálida, familia. Nosotras éramos madre e hija sin importar nada, absolutamente nada.

 (…)

Mi rutina consistía en despertar todos los días temprano. Una ducha tibia, preparar los materiales para la universidad, dejar ordenada la habitación, aunque siempre olvidaba algo. Luego de esas tareas, me dirigía, con todo y mochila, a preparar el desayuno. Eran los últimos meses de trabajo para Emma porque pronto se jubilaría. Ella era abogada, la mejor de todas —por lo menos para mí— y contaba con su propio bufete.

No todo era eso, al menos, no para mí. Alguien me cautivó, un nuevo amor llegó a mi vida. Una persona que puso mi tranquila vida patas arribas y era un él. Cliente habitué de la cafetería donde trabajaba por las tardes. Primero fueron simples miradas, luego coqueteos, palabras dichas a medias y, posterior a unos cuantas semanas, terminamos en una salida, una cita. Una de las tantas que tendríamos.

Jacob Castle, un guapo chico extranjero, hacía poco menos de tres meses había hecho intercambio de universidad, era la misma en la cual estudiaba. Es decir, en el mismo campus universitario solo que en distintos edificios, era por esa razón que nunca lo había visto.

Jacob tenía unos cautivantes ojos color azul, cabello rubio, estatura promedio, un cuerpo que dejaba boquiabiertas a las chicas y causaba envidia en algunos chicos, carácter social y gentil. En lo que no nos llevábamos bien era a la hora de conocer gente, él muy sociable y yo reservada. Aun así, con esa simple diferencia sin transcendencia, comenzamos un noviazgo. Todo era perfecto a su lado.

Mamá estaba más que contenta cuando se lo conté, de inmediato pidió que se lo presentase y, posterior de haber cumplido dos meses de novios, lo llevé a casa. Mamá ya no trabajaba —hacía poco se había jubilado— y, por ello, anduvo todo el día de un lado al otro, limpiando cada rincón de la casa, yendo a comprar para una gran cena.

La tarde cayó y mamá se internó en la cocina, excluyéndome de ahí, decía que no quería que la importunase en sus quehaceres porque, conmigo, eran más risas y distracciones que otra cosa. Llegó la noche y los nervios estaban a flor de piel. Me había duchado, cambié como cuatro veces de ropa porque quería verme muy bonita para la persona que se había convertido en alguien muy importante en mi vida. El timbre sonó. Era la primera vez que tenía novio y los nervios me carcomían porque la relación se formalizaría al presentarlo a mi madre.

Puedo asegurar que fue una velada de lo más agradable; Jacob simpatizó con mamá de inmediato, tanto así que se dedicaron a charlar ellos dos, dejándome a mí de lado, pero yo estaba más que feliz por ese hecho.

Tuve mi primera vez con Jacob. Mi primera experiencia sexual. Que puedo decir, nunca imaginé que sería tan paradisíaco estar unido en un solo ser con la persona que amas. Jacob me cuidó en todos los sentidos.

Todo marchaba bien. Mi vida de nuevo modificaba y no podía con tanta felicidad. La universidad, el trabajo, salidas con mi novio, salidas con mamá, salidas con mamá y Jacob. Fines de semanas de por medio me quedaba en el departamento de Jacob, viendo películas, comiendo chucherías, dulces, haciendo el amor…

Todo era perfecto, lo fue hasta nuestro primer aniversario...

Los exámenes de fin de semestre me quitaban todo el tiempo y, por ello, un distanciamiento no deseado para con mi novio. Poco nos veíamos y las esporádicas veces eran en la cafetería del campus. Una maldita hora no alcanzaba para nosotros, no cuando teníamos una revolución constantes de sentimientos, de ansiedad por el otro, pero con nuestras mentes enfocadas en pasar cada uno de los exámenes finales.

Mala suerte fue cumplir un año de noviazgo sin tener la posibilidad de estar con esa persona amada.

Tengo mis recuerdos tan latentes de ese día en particular.

Jacob me mandó un mensaje de texto diciéndome que acababa de dar su último examen, que iría a su casa para poder descansar y que le avisara cuando terminaban los míos. Prometió salir a festejar nuestro primer año juntos, nuestro aniversario. Feliz, me sentía estúpidamente feliz. El último examen fue antes de la hora acordada y no se me ocurrió mejor idea que darle una sorpresa a mi novio e ir a su casa sin avisarle.

Bajé del taxi y me dirigí, casi corriendo, a su departamento. En el ascensor, imaginé su rostro ante tal sorpresa. Sonreí como boba de solo imaginarlo.

Caminé el angosto pasillo hasta la puerta. Mi cuerpo sufría un leve temblor, odiaba sentirme como una adolescente, pero, ¿qué puedo decir?, si en realidad me sentía de ese modo. Inhalé y exhalé profundamente y toqué, con los nudillos, levemente aquella madera caoba que me separaba del chico más guapo del mundo. Dos, tres, hasta que la puerta se abrió por sí sola; no estaba cerrada. Pensé en lo descuidado que era mi novio por dejarla así. Ingresé al departamento, llamándolo sutilmente, no obtuve respuesta alguna y deduje que quizá se había quedado dormido. Que ingenua. Me encaminé hasta el dormitorio que tantas veces compartimos; la puerta entreabierta, los últimos rayos de sol entrando por la ventana abierta de par en par, la gran cama hecha un lío y mi novio… revolcándose con otra.

Mi cuerpo colapsó, mi mundo se desplomó y el grito de dolor que proferí, desgarró la garganta. Todo lo que hasta el momento creí que era el amor, se esfumó. Jacob saltó de la cama como si fuese un resorte, no le importó ni su desnudez, mucho menos de la chica que quedó desconcertada en medio de la cama.

«—Lo siento. Yo no quise, de verdad, pero entiéndeme, tengo mis necesidades y tú… Nosotros no teníamos tiempo para nada».

Una fuerte cachetada recibió como respuesta a su absurda excusa. ¿Necesidades por no aguantar tres malditos días? Y, con esa confesión, até varios hilos sueltos que hasta ese instante no había dado importancia. Sus excusas de que quería recuperar el sueño en los días en que yo solo podía estar con él por un par de horas, sus repentinos cambios de humor cuando su teléfono sonaba, pasaba de estar contento a estar molesto a saber por qué, convenciéndome de que no era nada y yo, como tonta, se lo creía.

¿Qué no teníamos tiempo? Cuando él mismo me negaba a estar a su lado, aunque no fuese toda la noche, podíamos estar los dos…

«—¿Sabes una cosa, Jacob? Quédate a cubrir tus malditas necesidades con otra, a mi no vuelves a verme en lo que te quede de vida».

Salí del departamento, de aquel lugar donde muchas veces fui feliz.

Mi refugio, una vez más, fueron los brazos de mamá. Ella estuvo noche tras noche a mi lado, solo abrazándome mientras lloraba, mientras mi alma dejaba de brillar, mientras mi corazón se envolvía en un manto de hielo.

Vivir después de un desengaño no es para nada, en serio, sencillo. Sobre todo cuando tu ex trata de arreglar lo que ya está roto, lo que ya no tiene solución.

«Si lo hace una vez, ¿quién te asegura que no lo hará otra vez?». Eso escuché por ahí, las segundas oportunidades no son iguales y yo… no estaba dispuesta a que me destrozasen de nuevo. No cuando ya no tenía un corazón dispuesto a amar. No cuando este se convirtió en un corazón gélido.

Sobreviví a los golpes, maltratos de quiénes consideré alguna vez mis amigas. Sobreviví al rechazo de quiénes alguna vez fueron mis más grande devoción, mis padres. Sobreviví durmiendo en los parques. Sobreviví con base a humillación constante hacía mi persona. Sobreviví en la inmensidad de la soledad, pero, sobre todo, sobreviví después de un engaño amoroso.

Tal vez con todo lo que conllevó mi existencia hasta el día de hoy, soy como soy. Dicen que no tengo sentimientos, que soy la rarito, la aislada, la inconformista (porque soy bisexual), la asocialLa chica con el corazón gélido.

Soy abiertamente bisexual y no tengo por qué andar en las sombras, ocultándome, ya no tengo miedo. Si me rechazan, que lo hagan; no haré un mar de lágrimas por ser diferente. Eso quedó en el pasado. Hoy día soy una persona completamente nueva, con notables modificaciones en comparación con mi yo del pasado. Soy feliz, tengo un hogar, una madre cariñosa, un trabajo, una carrera por terminar, pero tengo el corazón gélido.

Dejé de creer en el amor.

(…)

Dos años después.

—Es un desperdicio de mujer.

—Es una asquerosa bisexual.

—Es tan guapa.

—Alguien me contó que vende su cuerpo a cambio de droga.

—Shh, que nos puede oír.

Ingresé al aula, como todas las mañana, y sonreí mentalmente mientras escuchaba esos murmullos sobre mi persona. Con el tiempo me acostumbré a oírlos y si piensan o imaginan que me afectan, bueno, están muy equivocados. Existe un arma mucho más poderosa que palabras o golpe físico y es: la indiferencia. Es evidente que no paso desapercibida, pero no me importa. No habló con nadie, más que unas cuantas palabras si se trata de hacer algún trabajo en equipo. Mi lugar es el más apartado de todos, el último pupitre; en ese rincón que nadie quiere estar, a saber por qué. Yo lo encuentro ideal.

Los estudiantes entran en grupos al aula y los asientos —antes libres— poco a poco van usurpándose. Ya pasó más de 15 minutos y el profesor encargado de dictar la clase aún no llega, razón por la cual me sumerjo en la lectura, escuchando una lista bastante peculiar de música en el teléfono móvil; auricular en los oídos y los ojos fijos en la página donde dejé un señalador la última vez. El tiempo deja de correr. Solo estamos mi libro, la música y yo en una burbuja. Lamentablemente, la burbuja explotó cuando un sonoro grito traspasa las barreras de mis auriculares. El grito no es para mí, sino para un grupito ya conocido. Tres chicas y dos chicos que no hacen otra cosa más que charlar y molestar al resto de estudiantes. A veces me pregunto el por qué se inscriben en una carrera que no les gusta y la respuesta es sorprendente. Casi la mitad de mis compañeros son personas de un estatus social alto y solo están aquí porque sus propios padres, prácticamente, los obligan.

El profesor llegó y, sin perder un segundo, comenzó a dictar la clase.

(…)

El receso de una hora —antes del mediodía— lo aprovechaba para seguir con mi lectura y música en la cafetería que quedaba al otro lado de la calle. Desde allí tenía una magnífica vista del campus.

No toda relajación dura para siempre; pagué lo que consumí y salí de la cafetería. El semáforo dio en verde, permitiéndome avanzar por el paso de cebra. La realidad, estaba tan ensimismada en mis cavilaciones que no me percaté de… nada.

Un fuerte ruido en el asfalto, un golpe. Debo de tener un Dios aparte ya que solo fue un simple raspón en el brazo y un buen susto; aun así…

—¡Maldito tonto! —grité —. Fíjate primero el semáforo.

Me incorporé de inmediato, recogiendo las cosas y, entre ellas, mi teléfono móvil. Por suerte solo tenía un diminuto rayón, imperceptible, en la pantalla. Avancé lo que quedaba de trayecto. Algunas personas se encontraban justo en el instante que ocurrió el casi accidente. Mi cuerpo temblaba mientras mi corazón bombeaba el doble, todo gracias al tremendo susto. Podrían haberme atropellado y quizás hasta hubiese muerto, pero no.

—¡Niñata mal educada! —gritó alguien. Giré sobre sí y vi al conductor que casi me atropella—. Fíjate tú en el semáforo —vociferó.

Me mostró su dedo medio y aceleró, dejando una larga marca de neumáticos quemados en el asfalto.

—¿Estás bien? —preguntó una suave voz.

Giré de nuevo, encontrándome con un grupito de varías chicas. Una de ellas me observaba de pies a cabezas y las otras se mantenían un tanto alejadas.

—Sí —respondí—. Solo fue un susto.

—Ese hombre estaba ebrio —comentó la chica—. Se le notaba a leguas. Menos mal que no pasó nada grave.

—Supongo —Me encogí de hombros—. Gracias por preguntar.

Di un par de pasos, con la intención de seguir, pero una mano envolvió mi diestra.

—Ten —Me dio una bandita—. Es para el raspón que tienes en el brazo.

—Gracias —proferí, aceptando. La observé unos instantes y ella era muy bonita, no pasaba desapercibida—. Ahora debo volver a clases —enuncié.

No di importancia a su mirada cargada de alguna mezcla entre la ilusión y la tristeza. Yo no estaba lista para nada más que estudiar.

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