3

Aquella tarde de invierno viajábamos por la carretera 34 con dirección a las casas del prado. La carretera estaba despejada de nieve pese a que la bordeaba una gruesa capa de más de un metro. Los pinos espolvoreados de blanco contrastaban con el cielo azul, brillante y despiadado del invierno. Nos esperaba la molesta vigilia mensual, preparada minuciosamente con motivo de la víspera de la profecía y donde yo era la estrella central. Esas “veladas” se habían vuelto costumbre durante los últimos nueve meses de mi permanencia en el culto secreto, y aunque en ellas yo debía contar mis sueños sobre Arimarath, prefería no pensar en el asunto. A decir verdad, me esforzaba al máximo para convencerme a mí misma de que jamás había tenido esos espantosos sueños.

Lenny conducía el auto y John recorría las estaciones de radio en busca de alguna señal. De pronto, Janis Joplin: “y sentí tu amor como una bola y una cadena”. Una mirada fugaz por el retrovisor le impedía a Lisa percibir el mensaje que John me enviaba. Lenny insistía con su vanidad característica, que el estilo de Jimmy Hendrix era el mejor. John reía. Cantaba “yo solo quería amarte, amarte, amarte hasta el día que me muera” y otra mirada fugaz por el retrovisor se encontró con mi mirada cómplice, secretamente, entre el silencio y el alma.

—Algo no anda bien —advirtió Lisa con preocupación.

—¿Qué ves, Lisa? —preguntó John. Me quedé desconcertada ante aquella pregunta. ¿Qué tenía Lisa que ver? ¿Cómo realizaba tal afirmación? Mis sentidos se alertaron inmediatamente.

—Hay unos hombres más adelante —insistió—. No me gustan nada.

—Sabes qué, Lisa, ya no te creo nada —reprochó Lenny—. Desde hace un tiempo tu señal está fuera de servicio. No aportas nada de utilidad.

—¡Cállate idiota! —replicó Lisa en voz baja. Había captado el ligero reproche de Lenny y se quedó callada, pero mi desconcierto aumentaba.

—No es así —interrumpió John con tono apaciguante—. Si bien no hemos obtenido información últimamente, esto pudiera ser de interés. ¿Son de La Agencia, Lisa?

—No lo sé. Los bastardos parecen salidos de los Hombres de Negro.

Unos kilómetros más adelante, dos hombres aparentemente de la policía local, habían tendido un cordón de seguridad en el acceso próximo a las casas del prado. Dos autos de la policía y una furgoneta blanca se encontraban aparcados a un lado del camino. Lenny asumió la marcha de un cortejo fúnebre y las luces de freno del auto se encendieron. Inmediatamente un policía hizo señas a Lenny para que estacionara a la derecha. Era la primera vez que se materializaba ante mí la posible presencia de La Agencia. Todas las cosas terribles que alguna vez John me había contado, se agolparon en mi cabeza como traídas por una avalancha de nieve. Pronto comprendí la situación y el apuro en el que me había metido. Un terror absoluto y feroz creció repentinamente dentro de mí e hizo que mi corazón empezara a latir acelerado. Intuía que los policías del auto vendrían a buscarnos, ansiosos por capturarnos y llevarnos consigo a algún edificio secreto de La Agencia.

—Son dos policías jóvenes y escuálidos —musitó John mirando por el retrovisor en tanto los dos oficiales se acercaban al auto.

—Dos autos y una furgoneta, seguramente hay más de dos policías —agregó Lenny mirando de manera cautelosa alrededor—. Hay un tipo de traje al volante de la furgoneta. Son esos bastardos.

—¿Y si sospechan que somos del culto? ¡Tal vez intenten capturarnos ahora mismo! —exclamé alarmada.

—¡John, has algo! —clamó Lisa con voz impaciente.

—¡Cállense ya! —masculló John. Los oficiales se encontraban a escasos pasos del auto—. Intenten comportarse civilizadamente, demonios.

En seguida, miró sin ninguna curiosidad al oficial que se aproximó al lado derecho del auto.

—Buenas tardes. ¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó con voz resonante el oficial que se ubicó en la ventana izquierda.

—Buenas tardes, oficial —respondió Lenny despreocupadamente—. Vamos a visitar a mi abuela, está muy enferma. —¡Santos cielos! ¿Una abuela? Pensaba.

—Una tormenta de nieve obstruyó el camino. Me temo que no podrán continuar —sentenció el oficial recorriendo el auto con la mirada, intentando abarcarlo todo con sus ojos fríos y escrutadores.

—Verá, oficial, mi abuela dedicó años de su vida a dar albergue a niños en situación de abandono. Todos fuimos criados por ella —continuó Lenny—. Somos como hermanos.

Ya Lenny se había internado en la ficción total. John asentía con la cabeza y una sonrisa fingida amoldándose al papel, cuando el oficial de la derecha se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Todo bien por aquí?

Estaba paralizada por el miedo y me resultaba difícil pensar. Miré a Lisa y estaba muy pálida. Una tibia película de sudor brotaba entre mi espalda y mi ropa, pero asentí con la cabeza. Sin embargo, el oficial no parecía convencido. Observé fugazmente cuando los oficiales se miraron y me pareció advertir un relámpago intencionado en sus ojos. De inmediato, ambos desenfundaron sus armas con gran pericia y apuntaron hacia nosotros.

—¡Todos fuera del auto! —ordenó hoscamente el oficial de la derecha. Me replegué a mi asiento y dejé escapar un gemido trémulo y después de un momento de silencio, procedimos a bajarnos. Temblaba, temerosa y casi despavorida—. ¡Con las manos visibles!

—Excúseme, oficial —intervino John afablemente con las manos en frente—. ¿Por qué tenemos que hacer esto? ¿Hemos cometido alguna infracción?

No hubo ninguna respuesta.

Era curioso, pero no transitaba ningún auto en el camino, todo indicaba que habían cerrado los accesos solo para capturarnos. De súbito, cinco hombres con trajes negros se mostraron de cuerpo completo. Todos eran iguales: impasiblemente arrogantes y amables. Se habían bajado muy rápido de la furgoneta y avanzaron amenazantes hacia nosotros, con las manos debajo de las chaquetas, preparados para desenfundar sus armas en cualquier momento.

—Apártense inmediatamente del auto y coloquen las manos sobre la cabeza. ¡Rápido! —ordenó el oficial de la derecha—. Todos delante del auto, a un mismo lugar. ¡Muévanse! — Y lograron cercarnos a menos de metro y medio. Mi corazón latía más acelerado cuando el sudor chorreó copiosamente por mi espalda. De pronto, Lenny le dirigió una mirada de advertencia a John quien dio un paso adelante, mostrando las manos para convencer a los hombres que no tenía nada en ellas.

—Somos una familia que va a visitar a su abuela. Ustedes nos dejarán ir. Ni siquiera nos recordarán —dijo esto cordialmente, pero de manera contundente. Su voz no parecía reflejar angustia o pánico. En seguida los hombres retrocedieron unos pasos y enfundaron sus armas. Se mostraron condescendientes y el oficial de la derecha hizo una seña para que continuáramos. Parecían confundidos, como si ni siquiera notaran nuestra presencia—. ¡Vámonos ya! —ordenó John rápida e impulsivamente. Su mirada parecía perdida, se veía muy pálido y débil. Yo estaba impresionada y confundida a la vez. Di una última mirada y los hombres conversaban como si nada. Inmediatamente un torrente de adrenalina se expandió por mi organismo, activando mi respuesta emocional de huida y caminé deprisa, casi corriendo. En eso, John se inclinó con la mano en su estómago, justo al lado de la puerta derecha del auto. Estaba a punto de colapsar cuando vomitó.

—¡Súbete John, súbete ya! —gritó Lenny mientras encendía el motor. John se subió casi a rastras y se recostó en el asiento. Experimenté una sensación abrumadora de terror al no entender nada de lo que estaba ocurriendo. Bruscamente, Lenny arrancó el auto y volvió a mirar por el retrovisor y los hombres seguían ahí como si nada hubiese ocurrido—. ¡Sí, tomen un poco de esto, cerdos!

Traté de disolver los restos de pánico que me paralizaban, y aunque todavía quedaba temor en mí, volví a ser dueña de mis pensamientos. En seguida comprendí que algo muy malo había pasado y que John lo había provocado. Inhalé una bocanada de aire, atónita, mirando como John se retorcía por un aparente dolor abdominal. Lenny enrumbó el auto a gran velocidad hasta la salida siguiente. De alguna manera habíamos burlado los planes de La Agencia. Eso no estuvo bien. Después de eso, nada volvió a estar bien...

Sacudida en la bruma de mis sueños, despierto nuevamente en mi habitación del sanatorio. Han encendido las luces y se ha extinguido el invierno. Lentamente el espacio se va haciendo visible y más nítido. Todo tiene un color pálido y enfermo, y a la luz del reflejo cegador de las lámparas —o de mis lágrimas—, puedo leer en un cartel:

“Reformemos hasta al último de los conspiradores del Sistema, para que con su sangre, dolor y sufrimiento, puedan firmar el documento de su propia redención”.

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