LA ÚLTIMA TRANSMISIÓN

—Rodrigo, está bonito, ¿cuándo te lo compraron?

—Me lo trajo mi papá en uno de sus viajes. Dice que es de última tecnología. Lo compró en Japón, en una tienda especializada. Se prende del botón rojo, luego te pones los audífonos y puedes escuchar a la gente que está lejos. Por este micrófono hablas y ellos te escuchan si están en la misma frecuencia.

—¿Te pueden escuchar en Japón?

—No sé, no lo he probado todavía, mi mamá no me deja usarlo porque no sabe qué vaya yo a escuchar por aquí, pero dice que cuando regrese mi papá lo voy a poder usar con él.

— ¿A dónde fue tu papá?.

—Viaja de negocios una o dos veces por año a varias partes del mundo, ahora le tocó ir a Los Ángeles. Me cuenta mucho de allá, de cómo es, de que la gente lo trata bonito, y que en algunas calles no necesitas hablar inglés por que todos hablan en español.

—¿cómo van a hablar español si están en Estados Unidos?

—No sé, pero me prometió que el próximo año me va a llevar a conocer los Ángeles y a Disneylandia.

—¿Y cuándo va a regresar?

—En un semana. ¡Oye van a pasar hoy una película de extraterrestres en la tele! ¿La vemos?

—sí, le voy a hablar a mi mamá a ver si me deja quedarme.

° ° °

Recuerdo esa noche. ¡Qué horrible que las cosas tuvieran que suceder de esa manera! Sin embargo así fueron. Tan de pronto, tan de repente. Moisés llamó por teléfono a su casa para pedirle permiso a su mamá de quedarse en la mía para ver La guerra de los mundos. A ambos nos encantaban las películas de ciencia ficción desde que vimos en una película como un robot que venía del futuro tenía que matar a un muchacho al que lo cuidaba otro robot que también venía del futuro. Leíamos, dibujábamos, escribíamos juntos…

Recuerdo que a Moisés le encantaban los extraterrestres, mientras que a mí la ciencia ficción más terrestre, o “ terrícola”, como le llamaba yo; desde experimentos biogenéticos hasta invasiones de robot que nosotros mismos creamos y luego se revelaron para dejarnos vivir en un mundo de computadora. ¡Vaya sueños que teníamos!; mejor dicho, pesadillas. Cada vez que Moisés se quedaba en mi casa dormíamos con una luz encendida, y a medianoche alguno de los dos despertaba saltando con un grito de pánico provocado por un malvado sueño.

° ° °

—Las tres de la tarde… Mi mamá no tarda en llegar. Hoy va a preparar huevos divorciados, me encantan; vas a ver, tienen salsa verde y roja y…

—Ya lo sé, deja de tratarme así Rodrigo… También he comido cosas ricas. No porque tenga poco dinero quiere decir que me la paso comiendo frijoles todo el día.

Mamá jamás había llegado tarde a la casa sin avisar, pero ese día en especial su jefe le había pedido ayuda para organizar los gráficos de una junta de último momento. En el instante que ella telefoneó supe que habia pasado algo. Eran las 4:30 p.m., mamá debía estar ya aquí… Es más, la comida debía estar ya a punto de servirse, sin embargo su conversación fue poco amable y apresurada.

—¿Bueno? ¿Rodrigo?

—Sí

—Hijo, voy a llegar tarde. En la mañana te dije que probablemente habría una junta. Mira, agarra veinte pesos de mi buró y…

—Mamá, se va a quedar Moisés a dormir. Ya habló con su mamá y le dijo que no había problema.

—¡Carajo, Rodrigo! Avisame antes o pídeme permiso. No eres un adulto para tomar tus propias desiciones… Bueno, pues ya qué. Entonces agarra lo que necesites, pero no te pases por que te lo voy a cobrar de tus domingos.

No dijo nada más. Ni un te quiero, ni un hasta al rato. Nada. Colgó.

Subí a la recámara y tomé el dinero que creí que necesitaríamos. Moisés quería pollo rostizado, pero yo quería hamburguesas. Al final compramos queso, jamón y tortillas de harina para hacer sincronizadas. Compramos palomitas de microondas y conseguí el número de una tienda que cerraba tarde y podía llevarnos algo de cenar a la hora de la película si era necesario.

—Oye Rodrigo, cuando tu mamá llega tarde, ¿cómo a qué hora llega?

—Como a las ocho o nueve, ¿por qué?

—Son las cinco. Eso quiere decir que tenemos unas tres horas para jugar con tu radio antes de que llegue tu mamá.

Fue una gran idea. ¿Qué mejor forma de estrenar un radio de alcance global que con mi mejor amigo?. Terminamos de comer, subimos a mi habitación y encendimos de prisa el aparato y desconectamos los audífonos para poder escuchar los dos por la pequeña bocina a un costado.

“Todas las unidades diríjanse a… Tenemos un x… Está usted escuchando…”

Fueron las cosas que oímos durante la primera hora. No había más que distorsión y claves policíacas, llamadas de bomberos y ambulancias; nada interesante para un niño de doce años que espera escuchar cosas como: “Tenemos el cuerpo en la cajuela, ¿Lo tiramos? O “ El embarque llegará mañana”. Cosas por el estilo.

—¡Qué b****a!

—Sí, Rodrigo. Tu papá te resgaló un aparato que seguro se lo sacaron de una patrulla… No hay nada, todo es aburrido; mejor me voy a jugar videojuegos.

—¡Espera…! ¿Escuchaste eso?

—No oigo nada.

—Se escucha cortado, esa gente no habla español y parecen muy alterados. Debió cruzarse la señal o…

—Hace frío, ¿Qué hora es?

Habría querido darle la hora a Moisés, sin embargo mi reloj no funcionaba, ni el de la pared, ni el de la cocina o el del teléfono; no funcionaba ningún reloj de la casa. Habría pasado una hora y media desde que prendimos el aparato.

—Escucha, Rodrigo, hablan como los nazis de la película del otro día.

—A lo mejor son alemanes, dudo que sean nazis, pero seguro que son alemanes.

—¿Qué están diciendo? Están muy preocupados. ¿Estará pasando algo?

—No creo.

¡Qué inocente era en aquel entonces! Seguimos escuchando, tratando de encontrar a los alemanes que se habían perdido entre las frecuencias. Tratamos de comunicarnos con ellos pero todo fue inútil, esa gente ya no tenía comunicación con nosotros.

—Ahora hablan japonés… ¿o chino?

—No sé, la verdad no sé que está pasando… Algo debe andar mal con este aparato. Busca automáticamente señales.

—¡Sht, cállate…! Escucha.

La radio contrastaba entre gritos e idiomas siempre desconocidos, sin embargo, logramos escuchar entre las señales perdidas aquellas que entre las demás nos dejó un pesado temor en el alma:

“Ya no puedo ver nada, solam… olas de treinta metros destruyen las calles de… azules y amarillos… corren por todos lados… la luz se ha ido, los barcos del puerto ya no están, se los tragó el agua… usan cascos negros… ¡Puta madre! Los cuerpos flotan en el agua, son miles… son azul con amarillo, azul con amarillo… están entrando… ¡Ayuda, ayuda, ayu…!

Fue lo último. La señal se perdió y Moisés me miraba con pánico; un pánico nunca antes imaginado y que se reflejaba vivo en nuestros rostros y almas. ¿Qué sucedía afuera? Tras los vidrios de la ventana la ciudad parecía normal, en la calle la gente caminaba rutinaria y despreocupada… Rutinaria esta ciudad en la que vivo, en la que nada anormal podría suceder. Tal vez se trataba de una guerra, una guerra en las lejanías del mundo. Si era así, no había nada de que preocuparse.

Unos minutos después Moisés volvió a asomarse a la ventana.

—¡Rodrigo, Rodrigo, Rodrigo… Asómate pronto, ven a ver! —Gritaba Moisés con notable miedo.

Lluegue a la ventana y miré preocupado el panorama… Los autos no se movían, estaban totalmente quietos en las avenidas.

El repentino repicar del celular de Moisés nos hizo brincar del susto.

—¿Bueno? Si señora, en un momento se lo paso — tapó la bocina y me tendió el teléfono—. Es tu mamá.

—¿Bueno?

—Rodrigo, hijo. Mira, voy a llegar más tarde de lo esperado… la señal del teléfono va y viene, y los teléfonos públicos no funcionan. No sé qué pasó pero las calles están congestionadas. Es raro, pero parece que el carro se quedó de pronto sin gasolina, igual que los demás. Es muy extraño, pero si ves que hay algún problema, quiero que salgan del departamento y corras a la casa de Martina. Si camino llegaré a casa a las…

—¿Mamá?... ¿Bueno? ¡¿Bueno!?.

La televisión falló al igual que los televisores. Moisés estaba pasmado, se frotaba las manos frenéticamente, me miraba extraviado, preguntando lo que sucedía; pero al igual que él, yo temblaba de pánico sin saber lo que ocurría ni lo que nos esperaba.

—¿Qué sucede, Rodrigo?

—No sé, pero hay que estar tranquilos. Nos vamos a sentar y vamos a leer un libro de… un libro, en lo que llega mi mamá.

—Tengo mucho miedo.

—Yo igual. Márcale a tu mamá, preguntale si está bien.

—El teléfono no funciona… ¡Se apagó!

—¿Tiene pila?

—Sí, pero ya no prende.

Era un hecho, en aquel momento estábamos totalmente aterrados. Algo muy extraño estaba ocurriendo y no teníamos las capacidad de entender qué era ni imaginar nada racional, solamente estupideces de fanáticos de la ciencia ficción; pero nada se acercaba a en lo mínimo a las explicaciones lógicas que siempre resuelven ese tipo de cosas: Un meteorito, un cometa, el calentamiento global… nada.

La noche no tardó en caer sobre la ciudad. Hacía un buen rato que la luz solar había desaparecido, dejando a la ciudad en la penumbra. Ocasionalmente la luz de alguna lampara o vela nos daba señales de que las personas se encontraban dentro de sus casas o caminando por las calles intentando volver a sus hogares. A la radio que mi papá me regaló llegaban cada vez menos señales en idiomas y lenguas desconocidas, o tal vez eran los mismos usando otras palabras… No lo sé, pero de vez en cuando lográbamos descifrar frases en español, aunque sólo eso: palabras sin sentido, llamados de ayuda, gritos de desesperación, y después, nada; entraba otra señal y después otra y otra y otra… hasta que la estática se tragó los sonidos del mundo.

Nos encontrábamos en el quinto piso de un departamento de coyoacán esperando algo, una señal que se colocara en la radio y nos explicara qué ocurría; que todo era una mala broma jugada por algún hacker misterioso o una publicidad mal controlada al estilo de Orson Wels. Un mal entendido. Rogábamos por el pronto regreso de la luz, mi madre, o por la llamada de la madre de Moisés o su aparición repentina en nuestra puerta, que los vecinos vinieran. Nada ocurría.

La oscuridad pesaba mucho y nos venció la fatiga; el sueño apaciguó nuestro tormento.

Desperté de sobresalto y pensé que habíamos dormido durante horas tras la salida del sol. Quizás no me hubiera despertado de no ser por los gritos de Moisés que me invitaban a asomarme por la ventana; Gritos de alegría que ambientaban la habitación.

—Rodrigo, mira, ya amaneció y la ciudad está entera… nada pasó, mira… ¿Ves? Es de día.

Había en el cielo un claro color azul y unas pomposas nubes blancas, tal como los días de vacaciones cuando la gente abandona la ciudad junto a su contaminación. Pero algo extraño ocurría. La luz solar brillaba extraña. Las cosas no estaban bien y la radio lo confirmó con una señal proveniente de este país que explicaba el histórico e inusual momento:

“Señor nos acercamos al punto… son las 4:23 a.m… esperamos órdenes…”

Era de madrugada, no había amanecido todavía y aun así parecía que el mediodía había llegado.

Varios helicópteros pasaron sobre casas y edificios, vibrando los vídeos con sus potentes ruidos. Avanzaban hacia el cerro del Ajusco. Sobre su cima, en un lugar donde jamás lo había visto, brillaba un sol ligeramente opaco y mucho mas grande, que flotaba dentro de nuestro planeta como un foco que amenaza con caer y quemarlo todo.

De nuevo escuchamos los sonidos del radio.

“Señor, perdimos contacto con Europa y Asia, las señales sudamericanas, africanas y de Oceanía están desapareciendo… confirmado, Canadá y Estados Unidos están destruidos… hasta el momento no hay señales de sobrevivientes. La gente en las calles de ciudad de México y Monterrey han perdido el conocimiento, aparentemente llevan desmayadas varias horas según los reportes.

—¡Mi papá! Mi papá estaba ahí en los Estados Unidos… en Los Ángeles ¡Ya no existe Estados Unidos! ¡Ya no existe mi papá!. ¡Y mi madre… no habia llegado a casa! ¡Qué diablos está pasando allá afuera!

Moisés miraba por la ventana gritando de pánico con tanta energía que me desvío del pensamiento de la pérdida de mí padre, me acerqué a ver lo que ocurría. Lo que allá afuera le causó tanto miedo fue ver a los helicópteros caer envueltos en llamas uno tras otro. La luz del falso sol bajó su brillo paulatinamente hasta dejar a la ciudad en la oscuridad. Lo que antes fuera una ilusión solar se convirtió en una esfera de fuego blanco que flotaba sobre el cerro.

Nunca olvidaré nuestros llantos al escuchar en la radio la última transmisión; esa que sentenció con palabras el destino y nos descubrió los acontecimientos:

—Señor, nos ha llegado una declaración oficial de guerra.

—¿Qué país pudo causar tanto daño? ¿Qué nación tiene el poder de eliminar en unas horas a todas las naciones del mundo?

—No es ninguna nación señor… la declaración viene del espacio… ¡van a atacarnos ya!

La esfera se desprendió del cielo para estrellarse contra la cima de la montaña. Sus blancas llamas quemaron la superficie haciéndola explotar instantáneamente al tocarla; mientras más penetraba la montaña mas explosiones producía levantando una potente nube de escombros y fuego que extendió su destrucción por la ciudad igual que una ola se extiende por la playa arrastrando todo a su paso.

La gente corría por las calles. Moisés y yo bajamos del departamento tan deprisa como pudimos, mezclándolos entre el pavor y miedo de los empujones y gritos de los vecinos que trataban de huir. A pesar de no estar a las faldas de la montaña vimos caer sobre la gente restos de árboles y edificios. Tal vez la distancia que nos separaba de la explosión fue suficiente para darnos el milagroso tiempo para llegar al metro subterráneo y no morir aplastado por los escombros.

Entramos a los túneles oscuros, en las entrañas vías del subterráneo mundo de la ciudad. Nos agrupamos y lloramos pasando así varias horas, esperando entre trifulcas, rezos y teorías que si en un momento fueron lógicas, ahora parecían sacadas de una mala broma. ¿Habría alguien pensado un par de horas atrás que todo se trataba de una invasión extraterrestre? ¡De un exterminio! Pero parecía que por lo menos en ese grupo de personas, solo Moisés y yo conocíamos la verdad. Nos estaban acabando.

Tras un tiempo de espera e incertidumbre, la gente comenzó a salir de la estación. Bajo los escombros de lo que alguna vez fuero calles y edificios estaba sepultado el pasado de una nación orgullosa. Caminamos junto a la multitud por los senderos que encontramos. El día era natural, con el sol en su lugar, entre la polvadera se filtraba el frío matinal. Podíamos ver los restos de los que no encontraron refugio o no salieron de sus casas. Y más adelante estaban ellos, con cascos negro brillante que les cubria la cabeza completamente y dirigía unos tubos de metal a la espalda y brazos. Pies enormes con las rodillas hacia atrás como las aves y el inconfundible azul y amarillo de sus uniformes. Capturaban a las personas que encontraban con vida, aunque estuvieran heridas o moribundas. Y de pronto… ¡Nos vieron!

Dispararon con sus extrañas armas. La gente corrió en diferentes direcciones; nosotros quisimos regresar al metro, pero nos fue imposible, ellos bloqueaban todos los caminos visibles.

Huimos entre escombros, grietas, coladeras y cuerpos destrozados. Fue un milagro que lograramos evadirlos. Por tres días nos ocultamos con el sol y caminábamos en círculos durante la noche. Volviamos a los lugares que consideramos seguros y tratamos de movernos a sus espaldas, como sus sombras. Pero una noche nos vieron; eran dos los que notaron nuestra presencia. Se acercaron rápidamente con sus pequeños, ágiles y en apariencia frágiles cuerpos.

Dispararon entre la oscuridad zumbando lo que fuera que sus armas lanzaran cerca de nuestros oídos. Era imposible tratar de encontrar una salida en tan aterradora confusión. Corrímos con toda la fuerza que nuestro cuerpo sediento y sin alimento nos permitió, pero en algún momento nos separamos. Caí en una grieta y los vi pasar sobre mi accidental escondite. Recorrí la grieta hasta donde pude y escuché los gritos de terror de Moisés; lo habían capturado no muy lejos de ahí.

Era el final. Sabía que estaban muy cerca de mí; los escuche disparar, correr, gritar; hacían mucho ruido, pero no podía identificar gran cosa más allá de los gritos aterradores de mi amigo.

Habría pasado cerca de una hora cuando decidieron dejar de buscarme. Me encontraba lejos de su alcance pero no lo suficiente para tener la desgracia de ver lo que le ocurrió a Moisés. Uno de ellos tenía una tira parecida a una cinta métrica; lo desnudaron, lo colocaron de frente a una pared y le pegaron la cinta desde la nuca hasta las nalgas. Moisés no emitió sonido alguno; todo fue en un segundo… la cinta le absorbió la piel, o la destruyó, no estoy seguro; sólo sé que pude verle los músculos, sus huesos, sus órganos y después nada de él. La cinta solamente descansando en el suelo.

No me quedó tiempo para llorar el luto a mi amigo. Devoré la tristeza y el espanto; y al igual que la primera hiuida me abrigué en las noches para escapar, comer las podredumbres que encontraba y beber de los charcos. Con suerte encontraba alguna comida empaquetada y agua embotellada que habían salido ilesas de la gran explosión. Me volví una rata de ciudad y como tal me moví entre los escombros. No volví a tener ningún encuentro con ellos. Llegué a las montañas, me interné en el campo y después en los bosques.

Los miro desde los árboles y pastizales, alejado de las ruinas de la ciudad, viendo como edifican su civilización; comiendo de lo que la tierra me da; escondiéndome y durmiendo con el temor de ser encontrado.

No se si existan más personas en el mundo. Cinco años cálculo que han pasado desde que ocurrió el ataque y no he visto humano alguno desde entonces. Repito esta historia una y otra vez a los árboles para no volverme loco. Quizás en algún lugar del mundo exista una resistencia; tal vez no fui yo el único sobreviviente; tal vez Moisés y yo fuimos los únicos que escuchamos esa última transmisión; tal vez… y sólo tal vez, sea la última persona que queda con vida. Probablemente no me quede mucho por vivir… desde hace unos días sospecho que conocen mi ubicación.

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