El camino

–Sus autos, están listos, señor.

Gracias Domingo. –Chico Castro. Su gran personalidad, su agilidad, su presencia. Era un señor muy bien plantado. Atractivo, según pude definirlo a medida que mi tiempo, mi crecimiento llegó. Abrió la puerta de su nuevo, moderno, negro y brillante auto. –¿Tu padre…cómo está?

–Se recupera señor. –Alto y de piel oscura, Domingo correspondió  a la amigable sonrisa del amo.

–Eso me alegra. –Chico vio a su mujer salir de la casa. Esa casa, esa casa estaba en una planicie extensa, rodeada de árboles altos, troncos  anchos y fuertes, cuando la brisa soplaba en los atardeceres simulaban una danza. Una danza que de niña me distraía pero ahora, de mujer, de triste mujer, de dócil mujer, cada uno de los sonidos del viento sacaban mis lágrimas y suspiros, sacaban la soledad. La casa sola era un espectáculo. Construida con los mejores materiales y mano de obra de la época, gracias al prestigio de Chico Castro, se presentaba deseable. Alta. De dos pisos como la nuestra pero aún más ancha, por dentro con pasillos que conectaban a las habitaciones, salones amplios y una cocina de granito negro y blanco, afuera no era menos. Blanca, con ventanas azul claro, grandes ventanas, una entrada techada color cedro con piso de granito pulido y columnas lisas en blanco muy blanco, siempre limpias a pesar del polvo o el comienzo del nacimiento del smog que papa tanto odiaba.

Para que pareciera poco: aves. Sí, aves cantaban a diario, guacharacas llamaban lluvia, cigarras anunciaban su llegada y después sapos celebraban el agua.

Su esposa, también era una mujer alta, cabello crespo y dorado llegando al rojo, ahora lo llevaba corto, alcanzaba apenas los hombros. Miró atrás, sus hijos estaban en el otro auto color verde pastel, hasta hace unos minutos hacían mucho ruido pero en cuanto vieron aparecer  a su madre callaron.

Chico volvió a ver a su esposa, Consuelo, la hija de don Simón Barco, de ella y su juventud no quedaba casi nada. Erguida, ojos verdes punzantes pero cansados. Venía vestida con un vestido negro de seda y un bolso debajo del brazo, pequeño y brillante.

Domingo se movió rápido hacia su lado del auto y le abrió la puerta bajando un poco la cabeza. Consuelo apresuró un poco el paso con sus tacones negros y miró al muchacho de veinte años, vestido con el típico uniforme de la hacienda, pantalón y camisa holgada color crema.

–Gracias Domingo. –Comenzó a subirse al auto que conduciría su esposo. –¿cómo está tu padre?

–Se recupera señora. –Domingo mantenía la cabeza baja.

–Te lo dije, es un doctor muy bueno.

–Se lo agradezco mucho señora. –Domingo se enderezó y cerró la puerta.

–¿Quién lo cuida? –Ya Domingo se retiraba cuando ella le preguntó.

–En estos días…mi primo. –Aún con una visión humilde recorrió todos los rostros. Ya Chico había subido al auto y sostenía el volante.

–¿Y lo hace bien? ¿Qué edad tiene? –Ella lo sabía perfectamente, le llevaba los días contados desde su nacimiento, Ella sola. Chico Castro no y mucho menos los ajenos a su casa.

–Creo que diecisiete señora.

–Yo pensaba que estaba con su madre en oriente.

–Lo estaba pero ella…murió. –Domingo deslizó los ojos hacia el señor de la casa pero este ni se inmutó.

–¿Hace cuánto? –Consuelo se aclaró la garganta y preguntó preocupada.

–Unos ocho meses creo, Reynaldo estará por aquí solo por un tiempo, me ayuda con papá, dice que somos su única familia.

–Sí. –Uno de  los últimos rayos de sol de la tarde iluminaron los ojos verdes de la señora Consuelo. –Y tiene razón.

–¡Por favor, vamos a llegar tarde! –Gritó Santos al volante del auto verde.

–Tiene razón Consuelo, nos vemos más tarde Domingo.

Chico arrancó y su hijo lo siguió despacio por el camino pavimentado hacia la salida de la hacienda.

–Vamos a buena hora. –Consuelo se arregló el vestido una vez anduvieron. Tocó el collar de perlas grises en su cuello y después miró por la ventana.

–¿De negro? ¿No crees que debiste venir más jovial?

–¿Jovial? ¿Por qué debería estar jovial?

–Vamos a una reunión social de donde seguramente tu hijo sale con una novia.

–No estuve de acuerdo con esa futura supuesta unión desde el principio. –De inmediato el carro salió de la hacienda se encontró con otras casas y carreteras. –traté de aclarar las cosas con Santos pero fue imposible.

–¿Y qué querías? Me temo que esa muchacha es lo más bonito que hay en Caracas, nuestro hijo tuvo suerte de que se fijara en él. Además me consta lo bien que Pedro ha criado a todos sus hijos.

–¿A todos? –Consuelo subió el tono de voz y lo encaró–¿Hasta a ese muchacho de hijo mayor que tiene?

–Ese muchacho lo único que hizo fue enamorarse de Flor, no le veo pecado.

–¿Y qué se comiera el pastel te parece poco?

–En ese caso fue por tu falta de cuidado, debiste estar más pendiente.

–¡El debió respetarla! Flor era una niña.

–Y él un joven con las hormonas alborotadas.

–¿Cómo tú?

–¿Cómo yo? –Chico la miró sorprendido, los gestos furiosos de su esposa ya eran conocidos de sobra por él. –Por favor soy un viejo Consuelo.

–No hablo de hoy. –la miró apenas. Sí, hace años así era, aunque no con ella. Con ella tuvo que cortejar, conquistar,  comprometerse y luego de casados, si hacerla su mujer. Si fue apasionada al principio, la trató siempre con consideración, se propuso a tenerla cuando la conoció, hacerla su esposa. Comenzaba a trabajar como contador de don Simón Barco, el viejo tenía dos hijas y ninguna tan inclinada al matrimonio como Consuelo, la otra quería gozar de los viajes y placeres que daba el dinero. La candidata perfecta era ella. Consuelo Barco, unos cuatro años mayor que él que ya pisaba los veintidós. A todo esto se sumaba que ella no tenía novio y estaba algo nerviosa por eso. Aun así no fue nada fácil convencerla de ser su novia y luego futura esposa. Don Simón no forzaba las cosas, a él le daba igual, total tenía lo que quería de los dos y siendo viudo vivía  a plenitud esa soltería.

Al final lo consiguió. Un tres de marzo se casaron frente a la mitad de las familias pudientes de Caracas, hasta asistió el sobrino del presidente,  comieron y bebieron hasta el amanecer, lo mejor pasó cuando se quedaron solos donde sería su casa.

Consuelo no actuó para nada remilgosa, tampoco desesperada. Chico se comportó como un hombre considerado, se trataba de una señorita de veintiocho años, llevaban dos años de noviazgo y la verdad Chico tenía mucha curiosidad de saber que había debajo de todos sus atuendos finos. No se decepcionó, se sintió agradado de lo que veía y quiso cumplirle como se merecía una mujer como ella y así fue durante un tiempo, un tiempo quizás muy corto. Trabajó a la par de su suegro, de manera que tuvo dinero, posición, labia, suerte, hijos y otras cosas.

–No hablamos de mí tampoco, debemos dejar el pasado atrás Consuelo, nuestros hijos viven otra época, mejores cosas.

–¿te interesa en serio lo que a tus hijos les toque vivir?

–¿Qué clase de pregunta en esa? ¡Claro que sí! –Golpeó el volante y la mejor elección que pudo haber hecho nuestro hijo mayor fue enamorarse de esa jovencita.

–Yo no estoy tan convencida, es muy frágil.

–Como debe ser una mujer para  que a uno le provoque cuidarla, mirarla, consentirla y…–La miró de reojo, claro que su esposa no era para nada frágil–amarla.

–Cualquiera diría que eres un romántico.

–Soy un romántico. –Acentuó.

–Con otras.

–Contigo lo fui. –Alargó la mano para tocarle la cara pero ella lo manoteó.

–Hasta que decidiste serlo con otras.

–Hasta que tuve que reprimirme porque tenía que justificar todo lo que hacías. –Chico rió discretamente. –Pero seguí a la orden siempre ¿o no te gustan mis servicios?

Consuelo lo miró rencorosa. A sus cuarenta y seis años, su esposo aún estaba fuerte, un poco gordo pero bien parecido, ojos brillantes y negros, una sonrisa de hombre de mundo, ese mundo que conoció gracias a su matrimonio.

–Creo que ya no estoy interesada en tus servicios. –Lo miró y él la miró a ella, luego rió fuerte.

–Te interesan Consuelo, yo sé que sí. –Intentó de nuevo llegarle a la cara. –Contigo siempre soy especial.

–¡Eres un perro! –Le escupió apretando los dientes.

–Aquí, a solas soy un perro, pero allá, en la hacienda Rivero soy tu amo y no quiero demostraciones de poder ni de resentimientos, mi hijo hizo una elección y quiero que se le respete.

Terminó la frase con un asentimiento de cabeza, eso ella lo odiaba, era como su sello, después de eso ya no cabía otra idea. Consuelo volteó a su izquierda y vio a sus hijos viajar atrás.

–Mamá le estará dando todas las órdenes de la noche a papá. –Ramiro llevaba los pies montados en el tablero del auto mientras fumaba un cigarro.

–Cuidado y mamá te mira desde allá fumando. –Santos le habló y le golpeó las botas en el tablero.

–Está lejos, además que tal que ya no soy un niño.

–Sí, ya estas grande para el grado que vas.

–Todavía no puedo creer que te hayas fijado en serio en esa…–Eugenio buscó aquí y allá una palabra para definir a mi hermana, él claro, a pesar de su corta edad, todo lo veía precipitado, incómodo, lanzado y hasta estúpido.

–Cuidado con lo que dices de Astrid Eugenio. –Advirtió  el enamorado desde el volante, sin molestarse mucho, quien le hablaba apenas tenía trece años y si a veces lucía mucho más hombre pero la realidad era que solo contaba con esos años. –Dudo mucho que pueda encontrar otra mujer mejor que Astrid.

–Si te refieres a lo bonita que es tienes razón. –Ramiro lanzó el cigarro por la ventana–Pero porque no la conquistaste para un buen rato y ya, la besabas, la citabas y ya.

–O bien pudiste hacerla tu mujer y disfrutarla un tiempo pero hasta ahí.

–¡Eugenio, Ramiro! Que no es eso lo que quiero. –Santos estaba bien molesto ahora al notar la audacia de sus hermanos menores. –Quiero algo serio y largo con Astrid.

–Son demasiado jóvenes Santos. Papá acaba de darte parte importante en sus decisiones, podrás viajar, conocer mujeres, tener la que quieras. –Ramiro le argumentaba para convencerlo, ya Eugenio se había rendido y casi se acostaba en la parte de atrás del auto. –Piénsalo hermano.

–Es que no se trata de algo que pueda pensar Ramiro. –De nuevo el enamorado salía a defenderse, suspiró ilusionado. –Astrid es…es la mujer que deseo para mí, que sea mi compañera, la madre de mis hijos.

–¡Por favor cuanta cursilería! –Ramiro también se dio por vencido y Santos rió.

–Sí, puede ser, pero ya me entenderán cuando se enamoren.

–Por ahora trataré de evitarlo. –El hermano menor afirmó esto decidido y agudizó la vista al descubrir las luces en la entrada de la hacienda Rivero.

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