DOS

May arribó esa tarde a su pequeño apartamento con la sensación de que llevaba siglos estudiando. Las clases habían comenzado hacía menos de una semana, pero ella, en un mal asesoramiento curricular, había inscrito las asignaturas respectivas del semestre con los profesores más exigentes de la escuela. Como consecuencia de ello, llevaba el doble de trabajo que los compañeros que habían optado por otros profesores y las clases a menudo terminaban media hora más tarde que las del resto. Por supuesto, entre las funestas opciones de maestros, la magnánima persona de William Horvatt destacaba como si se tratase de un foco de luz incandescente.

Prescindiendo de ir a su habitación, dejó caer su mochila en medio del living y se dirigió hasta la cocina para prepararse algo de comer. Eran cerca de las siete de la tarde y ella no había podido almorzar nada gracias a uno de sus tantos indeseables profesores.

Así pues, omitiendo el cúmulo de platos sin lavar que hacían una torre inclinada en el lavaplatos, May sacó un tarro de fideos instantáneos, puso un poco de agua hirviendo y preparó la mezcla en menos de tres minutos. Luego, se encaminó a su habitación, sacó su computadora y se conectó a la precaria red que llegaba al sexto piso de la torre. Tenía tarea, pero la haría después de vagar un rato en F******k.

Estaba en la ociosa actividad de recorrer el inicio plagado de noticias irrelevantes, cuando Evie le habló por el chat y le preguntó cómo le había ido en su segunda clase con su profesor favorito.

—De maravilla —respondió — Creo que hasta se ha enamorado de mí.

Era una ironía, por supuesto, y Evie la captó enseguida.

— Yo que tú me esforzaría por agradarle, May — dijo — Es un hombre poderoso y de muchísimos contactos.

—¿Y tú como lo sabes? — preguntó, mientras se llevaba una generosa porción de fideos a la boca. Al mismo tiempo, Evie le enviaba el l**k de una página web donde podría encontrar toda la información acerca de William Horvatt.

Movida por la curiosidad pulsó el l**k y fue conducida al sitio que contenía en detalle el prolífero curriculum de su profesor. Tuvo que dejar el tarro de fideos a un lado, porque aquello se venía para largo.

William Ezra Horvatt Depardí tenía veintinueve años, pero había hecho muchas más cosas que la mayoría de las personas de su edad. Entre los antecedentes de sus años de secundaria, destacaba el haber sido el mejor de su generación durante cuatro años consecutivos (lo que equivalía a los años efectivos de secundaria) y el haber formado parte del grupo de debates de la escuela, con el que había ganado varios torneos a nivel interestatal y que le habían hecho merecedor de un buen número de trofeos y medallas.

Las cosas solo se ponían mejor con el correr de los años. Después de lucirse en aquellos grupos de debate y en los distintos campos académicos de la escuela, William había dado el gran salto a una de las universidades con más alto prestigio del país. Volvía a obtener las más altas calificaciones de su promoción y a ser galardonado con el premio de distinción máxima otorgado por la universidad, ello en una ceremonia en la que estuvieron presentes casi todos los maestros que habían tenido el privilegio de impartirle clases. Lo de “privilegio” no era una ironía añadida por May. Estaba ahí, escrito justo antes de su siguiente reconocimiento: la tesis para optar al título de abogado. William había sorprendido a sus maestros con (en ese punto May solo rodaba los ojos y murmuraba “oh, vamos, ¿en serio?”) la mejor tesis del año. Un tema complejo, lleno de aristas y encrucijadas que pocos se habrían atrevido a explorar. Por tal hazaña era que su tesis estaba no solo empastada en un grueso y parsimonioso libro, sino también publicada en el repositorio destacado de su universidad y de las demás universidades del país. Era oro puro, según parecía.

Para rematar, tenía un doctorado en nada más ni nada menos que Derecho Internacional Económico, con mención específica en mecanismos de resolución de conflictos en las áreas de inversión extranjera y libre competencia.  

Lo que seguía hacía referencia a reconocimientos en el ámbito profesional. Con tan buenas calificaciones no había tenido problema para encontrar trabajo. Después de procurar dos años en el estudio de abogados de su familia, había dado el gran salto al ámbito internacional para asesorar a empresas en la resolución de conflictos e inversiones extranjeras. En la actualidad dividía su tiempo entre el estudio familiar y el asesoramiento particular que ofrecía a grandes empresas nacionales. Además, como actividades recreacionales, jugaba al golf y hacía un poco de natación.

Para coronar el larguísimo relato de las proezas intelectuales de William Horvatt, había una fotografía suya a todo color y otra serie de imágenes más pequeñas en las que su maestro se lucía en eventos donde solo accedía la élite intelectual.

May se quedó un buen rato contemplando las fotografías. En ninguna de ellas su maestro sonreía, como era propio de él. La misma seriedad redefinía sus apuestos rasgos y lo hacía lucir tanto como un modelo de alta costura como un empresario exitoso.

— Maldito sabelotodo — susurró y entonces bajó la tapa de la computadora, decidida a olvidar el hecho de que el maestro al que se había atrevido a enfrentar era una especie de Albert Einstein del derecho.

Sin embargo, no fue capaz de sacárselo de la cabeza. El dichoso curriculum se repetía en su mente, una y otra vez.

Veintinueve años, ¿eh? ¿Cómo era posible que alguien pudiera haber llegado tan lejos en tan poco tiempo? May tenía diecinueve y, aunque era todavía muy joven, no tenía absolutamente ningún reconocimiento en su haber ni estaba remotamente cerca de conseguir uno. De hecho, había terminado la escuela con un mediocre aceptable e ingresado a esa universidad solo porque el puntaje de corte había caído en forma alarmante.

La diferencia entre ambos era tan abismal que May comenzó a sentirse incómoda. Solo porque era una gran masoquista se incorporó sobre sus codos y cogió la computadora para echarle otro vistazo al curriculum.

La fotografía de William Horvatt la recibió con lo que, a su juicio, pareció una mueca de autosuficiencia.

May experimentó el imperioso deseo de sacarle la lengua, pero lo reprimió porque, al fin de cuentas, William Horvatt tenía razones de sobra para ser un presumido y porque, en el fondo, ella no lo odiaba tanto y quería ser un poquito como él.

Podía ser a causa de su bestial orgullo u otra cosa, no lo sabía, pero la cuestión que de repente quería ser tan destacada en el ámbito académico como él. Nada de aceptables o suficientes. May quería sobresalir tanto como lo había hecho William Horvatt. No lo admitiría jamás abiertamente, pero la idea de que él la mirara y viera en ella a alguien con quien podía tener una conversación interesante comenzó a apoderarse de ella al punto de que dejó a un lado la computadora y fue en busca de todos los libros y textos de derecho de los que disponía, que no eran muchos. 

Por fortuna, entre ellos se encontraba una fotocopia de una de las primeras lecturas sugeridas en el curso de William Horvatt. Era un texto largo, de al menos ochenta páginas, pero May, motivada por las circunstancias, decidió que no dormiría hasta que lo hubiera leído completo.

Con los dientes prolijamente cepillados y el pijama puesto, cogió el texto entre sus manos y se sentó en su escritorio a leerlo. Al cabo de una hora, comenzó a experimentar los primeros efectos del sueño, de modo que encendió la luz del aparador e hizo un tremendo esfuerzo por mantenerse despierta. Sin embargo, en medio de una difusa lectura, se quedó dormida con la cabeza sobre el texto y despertó por milagro a las siete de la mañana.

Omitiendo el terrible dolor de espalda, tuvo que correr a ducharse. Apenas pudo arreglar su cabello húmedo, se vistió con casi lo primero que encontró y después de echar una barrita de cereal dentro de su bolso, salió disparada a las calles para tomar un taxi. Nada de trasporte público ese día.  

Llegó a la facultad con escasos diez minutos de ventaja, saltó los escalones del frontis de dos en dos y se precipitó a los ascensores como llevaba por el mismo demonio. Antes de llegar, sin embargo, se percató de la presencia de William Horvatt y frenó de golpe. Iba a tomar el tedioso camino escaleras arriba cuando él se volvió casualmente a mirar por encima de su hombro y sus ojos se encontraron.

Con una sonrisa fingida, May recorrió el camino que faltaba y se ubicó junto a él. Había otros estudiantes aguardando por el ascensor, pero ninguno de ellos parecía querer acercarse demasiado a la perversa figura de su maestro.

Ella era probablemente la única que resistía esa fuerza sobrehumana que él expedía, tal y como la necia polillita y su mortal atracción por la luz.

— Buenos días, señor Horvatt —saludó.

Él consultó su reloj antes de saludarla un poco menos adusto que el día anterior.

— Puntual, como prometí — agregó ella.

— No es algo de lo que deba sentirse orgullosa, señorita Lehner —replicó él, regresando a esa actitud agría tan suya.

May dejó escapar un suspiro de resignación.

En ese momento, el elevador arribo al primer piso y las puertas se abrieron con un chasquido metálico.

William Horvatt se mantuvo a un costado hasta que subió el ultimo estudiante. Solo entonces, ingresó al elevador y se ubicó en un apartado rincón, casi adherido a la pared.

May, que había quedado al otro extremo del ascensor, no lo pensó demasiado cuando comenzó a moverse disimuladamente hacia él. Sin embargo, se detuvo apenas William Horvatt notó su cercanía y sus ojos negros, intensos y penetrantes, cayeron sobre ella.

Afortunadamente, las puertas del ascensor se abrieron en ese preciso instante y se produjo un intercambio agitado de pasajeros que distrajo la atención de William Horvatt. May intentó apartarse, pero para cuando las puertas se cerraron otra vez, ella estaba tan cerca de su maestro que podía percibir el aroma de su perfume, así como el sonido de su rítmica respiración.

Al alzar la vista notó que él fruncía el ceño y que estaba sumamente incómodo con aquella repentina proximidad. Intentó darle espacio retrocediendo, pero un sujeto alto que estaba junto a ella reaccionó empujándola de vuelta y provocando que terminara aún más cerca de William Horvatt.

— Lo siento — susurró, sin mirarlo y con el rostro enrojecido.

William Horvatt se removió inquieto, pero en lugar de apartarla, respondió.

— Tranquila, no ha sido su culpa.

Su inusual amabilidad solo exacerbó esa parte de May que estaba de repente fascinada con William Horvatt.

Pensó en decir algo solo para mantener su atención, pero entonces el ascensor se detuvo por fin en el piso cuarto y ella se vio en la obligación de salir.

Una vez fuera, el monstruo orgulloso que llevaba dentro le ordenó seguir su camino al salón y no esperar a William Horvatt, pero por primera vez lo ignoró olímpicamente y permaneció allí de pie hasta que él salió.

Al reparar en ella, el ceño de su profesor se frunció. La breve amabilidad con que la que había reaccionado hace un rato se esfumó del todo de su cuerpo cuando decidió ignorarla y seguir su camino hacia el salón.

May aguantó las repentinas ganas de insultarlo. ¿Por qué demonios tenía que ser tan malditamente arrogante? Ella solo deseaba agradarle y no tenía la menor idea de por qué. Después de todo, él no se merecía ninguna consideración porque era un sujeto antipático, presumido y un maldito sabelotodo.

Furiosa, dio la vuelta y se negó a entrar a clases. Tal vez se arrepentiría después, pero al diablo. Su orgullo estaba herido a muerte y ella era, al final de cuentas, demasiado impulsiva para razonar a tiempo sus propias acciones.

Sin embargo, no alcanzó a dar ni un solo paso lejos, porque la voz de William Horvatt la frenó de golpe.

— ¡Señorita Lehner! ¿A dónde cree que va?

May se volvió sobre sus pies con los puños apretados y las orejas rojas.

Él se había detenido en medio del pasillo. Sus ojos negros eran tan implacables que ella reculó un poco su propia furia.

Se inventó una rápida excusa para salir del paso.

— Olvidé algo en… en mi coche. Iba a buscarlo.

No tenía coche ni estaba remotamente cerca de tenerlo, pero William Horvatt no tenía como saberlo, ¿verdad?

De todos modos, él la miró como si no le creyera nada de lo que acababa de decir.

— Hicimos un trato, ¿recuerda? — le dijo — Tendrá que ser muy rápida para regresar antes de que yo cierre esa puerta.

Aquella era una amenaza directa y May pensó en que no le convenía arriesgarse a verla cumplida.

— Supongo que no es tan importante. Lo buscaré después — respondió, con una sonrisa forzada.

Los ojos negros de su maestro la recorrieron apenas un instante y en sus labios se dibujó, por primera vez, una sonrisa casi traviesa.

— Muy razonable de su parte, señorita Lehner — a continuación, hizo un gesto con una mano — Adelante, la sigo.

Aquella sonrisita peligrosa seguía en sus labios cuando May pasó junto a él en su recorrido al salón.

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