II

Nasradán era un viejo y sabio místico. Un derviche sufí que gustaba de realizar extensas caminatas por el desierto para meditar quietamente en las inmediaciones abrumadores y solitarias de antiguas civilizaciones y de las interminables dunas arenosas entre cuyo silencio le parecía escuchar a Alá.

 Esa ocasión, al realizar sus oraciones de la tarde postrándose de cuerpo entero como estaba prescrito, a sus ancianos oídos llegó el llanto de una criatura. El místico se levantó del piso, se cubrió mejor del candente sol con la capucha que utilizaba sobre su turbante de manta, y se asió fuertemente de su largo bastón para poder caminar con relativa facilidad hacia el origen del ruido.

 Cerca de un verdoso oasis desértico donde cristalina agua emergía de un pozo y una serie de ramajes y árboles frutales productores de dátiles recubrían el rededor de la fuente, se encontraba un camello aplacando su sed y, dentro de un saco que colgaba de la joroba del animal, una niña bebé que lloraba desconsolada.

 Nasradán tomó a la bebé en sus brazos y le dio de beber agua de su cantimplora. La pequeña, satisfecha al ya no sentir sed, se durmió casi de inmediato. Nasradán notó el medallón en su cuello y al leerlo supuso que algo trágico le había ocurrido a sus progenitores.

 —¡Esta niña es un regalo de Alá! —declaró complacido.

Bagdad, 1577

 Aisha tenía ya 16 años. Había sido criada por el anciano Nasradán a quien llamaba Abuelo, aunque sabía que no lo era en el sentido carnal, pues el derviche sufí le había revelado desde muy pequeña la forma en que la encontró y le había entregado el medallón con los nombres de sus padres.

 Su Abuelo era el director de la prestigiosa Biblioteca de Bagdad, antiguo receptáculo de gran sabiduría recolectada de todos los puntos del globo mediante antiguos e invaluables volúmenes que fueron, en buena cantidad, leídos y estudiados ávidamente por Aisha desde que era una niña. Le hubiera tomado cientos de años leerlos todos pero, parecía que eso pretendía hacer.

 Aisha se encontraba leyendo un abultado volumen de páginas amarillentas y apergaminadas por el paso del tiempo, mientras su gata favorita, Muezza, descansaba sobre su regazo adormilada por las caricias que le hacía Aisha al lomo con la mano izquierda, al tiempo que pasaba las páginas con la derecha. La sala de lectura estaba repleta de muchos gatos de diferentes colores que reposaban ronroneando sobre la larga mesa o sobre algunos estantes y pilas de libros. A Aisha le gustaban mucho los gatos así que tenía un cortejo numeroso de estos animales que cohabitaban su residencia y que, usualmente, se concentraban donde ella estuviera.

 —¿Qué lees esta vez, Aisha? —le preguntó Nasradán entrando a la habitación y sentándose sobre una de las sillas diagonales a la muchacha.

 —El Ramayana —contestó ella.

 —¿No lo habías leído ya?

 —Sí, pero leí la traducción, nunca lo había leído en sánscrito original.

 —¡Ah, cierto! Otro idioma que acabas de aprender. ¿Cuántos hablas ya?

 Ella los enumero contándolos con los dedos:

 —Árabe, persa, turco, griego, inglés, francés, español, italiano, latín, hebreo y sánscrito.

 —¿No te cansas de leer? Te devoraste Las mil y una noches, La Odisea, el Mahabarata, la Epopeya de Gilgamesh y quien sabe cuantas obras más de leyendas y mitologías de todo el mundo, así como gran cantidad de libros de medicina, matemática, astronomía, filosofía, teología e historia…

 —Y el más importante de todos, Abuelo, el Sagrado Corán.

 —Sí, por supuesto. Sin duda tienes una capacidad intelectual como he visto en muy pocas personas, Aisha.

 —Gracias, Abuelo, aunque no sé de que me sirva.

 —¿Por qué lo dices?

 —¿No es obvio? Como mujer estoy destinada a ser una sumisa, discreta, modesta y, sobre todo, obediente esposa, sin poder aspirar a más.

 —No digas eso, Aisha. Es verdad que hombres y mujeres tienen roles muy bien determinados pero nada te impide hacer uso de esa gran inteligencia que Alá te dio. Y, si tu sagacidad no bastara, Alá te premió también con una sublime belleza, Aisha, eres la mujer más hermosa que de todo Bagdad y la más bella que he visto en mi vida, y créeme que he viajado por todo el mundo. Alá depositó sobre ti tantas bendiciones ¿Y las vas a desperdiciar?

 Aisha se levantó obligando a la adormilada Muezza a despabilarse. La gata maulló guturalmente y se volvió a enroscar pero sobre la alfombra persa del piso mientras su ama se miraba en el empolvado espejo de la pared.

 En efecto era muy hermosa. De piel morena, largo cabello lacio y negro, rasgos gráciles, una nariz aquilina perfecta, labios carnosos, ojos de color esmeralda y un cuerpo espléndidamente bien formado. No podía saberlo pero había heredado la sublime belleza de su madre.

 —Te envidio por haber viajado tanto, Abuelo —dijo ella girándose hacia él. —Yo sólo he podido visitar los lugares sobre los que he leído, en mi imaginación.

 —Algún día, Aisha —dijo él levantándose para salir del cuarto. —Algún día viajaras por todo el mundo.

La Biblioteca donde vivían Aisha y Nasradán estaba acondicionada para que ambos residieran cómodamente en ella. Tenía baños, cocina, dos aposentos para cada uno y un espacio para rezar, así como una miríada de gatos que compartían el hábitat con ambos. Nasradán era un derviche muy respetado miembro de una importante Tariqa Sufí conocida como la Orden de las Palabras Nobles, cuyos miembros se dedicaban al estudio del Corán y la filosofía islámica, al tiempo que daban clases de diferentes disciplinas en la Casa de la Sabiduría, la más prestigiosa universidad del mundo islámico, localizada en Bagdad.

 Era común que Aisha acompañara a su abuelo hasta la universidad donde impartía lecciones o a la sede de su cofradía. Para esto, y como era normal, ella se debía cubrir la cabeza con un velo y generalmente usar ropa que le tapaba todo el cuerpo excepto las manos. Aunque Nasradán poseía un bastón, le gustaba desentenderse de él y disponer del brazo de su nieta para recorrer las concurridas callejuelas de Bagdad, atestadas de transeúntes de todo tipo; regateadores compradores, bulliciosos pregoneros, barbudos clérigos, hoscos marineros y comerciantes que ofrecían alfombras, dátiles, camellos y esclavos haciendo alarde de sus supuestos bajos costos.

 —La paz de Alá sea contigo, Nasradán —saludó un viejo amigo del derviche, un anciano juez de huelga barba.

 —Y contigo, Ibrahim —le respondió el derviche y se pusieron a hablar alegremente sobre una gran cantidad de temas sin importancia. Aisha, aburrida, se distanció de la pareja de ancianos y llegó hasta un restaurante donde diferentes hombres, tanto árabes como turcos, se sentaban en las redondas mesas a ver bailar a las bellas odaliscas.

 Las bailarinas del vientre realizaban sus eróticos movimientos de cadera y abdomen con una gracia espectacular y un talento magnífico, haciendo que la niña se abstrajera.

 —¡Aisha! —llamó su abuelo y la muchacha salió del embrujo y regresó a su lado. El anciano ya se había despedido de su amigo.

 —Disculpa Abuelo.

 —Vamos, que llegaremos tarde… —dijo él.

 —Abuelo, ¿crees que yo podría ser bailarina del vientre?

 —Hija mía ¿estarías dispuesta a exhibir tu cuerpo semidesnudo ante extraños? ¿No te parece eso inapropiado?

 Aisha se silenció. No quiso tocar más el tema pero en el fondo aspiraba sinceramente a convertirse en una de aquellas hermosas odaliscas.

 Ella y Nasradán llegaron hasta una venta de dátiles donde el anciano saludó amablemente al mercader y conversaron otro largo rato (como no podía ser de otra forma) aunque su conversación fue brevemente interrumpida cuando una procesión de cuatro soldados turcos llevaban en el medio a una joven muy hermosa pero además muy triste. Su gesto reflejaba un profundo dolor pues estaba siendo separada de su familia y sería llevada a la fuerza al palacio del Valí de Bagdad, el gobernador otomano local y el hombre más poderoso de la ciudad. Hubo un silencio lúgubre entre todos los observadores de la plaza, como si guardaran respetuoso luto por aquella joven.

 —¿Quién es ella? ¿A dónde la llevan? —preguntó Aisha.

 —Eres muy joven para saber esas cosas tan terribles, niña —sentenció el comerciante. Pero su Abuelo estaba enfurecido y oprimía los puños.

 —¡Esto es una vergüenza! —dijo— ¡una desgracia! ¡Y nosotros la permitimos! ¡Somos unos cobardes que no combaten el mal de Valí!

 —¡Basta! ¡Silencio Nasradán! —acalló el mercader muy preocupado— ¡Si te escuchan diciendo eso puede que algo terrible te suceda! Tu respetada posición como director de la Biblioteca no te protegerá siempre.

Aisha nunca había desobedecido a su abuelo, pero su espíritu libre e indomable le impedía dormir en las noches hasta que pudiera realizar su sueño. Así, empezó a escabullirse a escondidas en las tardes cuando su Abuelo asistía a extensas reuniones y conversaciones en las mezquitas y cafés, y llegó hasta aquel restaurante donde había muchas bailarinas del vientre. La dueña del local, una ex esclava que había sido odalisca en el palacio del Valí, se llamaba Amina, y era una de las mujeres más hermosas de Bagdad.

 Amina ya era una mujer madura y por su condición de ex concubina era probable que no se casara nunca. Enseñaba la danza del vientre a otras jóvenes y vivía bien gracias a su popular restaurante al que acudían hombres de todo Bagdad a ver a las bellas bailarinas.

 Amina aceptó instruir a Aisha como bailarina del vientre, pues vio en ella potencial gracias a su agilidad, soltura de movimientos y belleza. Aunque aquello era peligroso pues no quería ganarse la enemistad del respetado Nasradán en el caso de que se descubriera que la estaba instruyendo sin su permiso.

 Así, casi todas las tardes excepto los viernes que eran los días de oración en la mezquita, se escapaba Aisha para aprender la danza árabe convirtiéndose en la mejor alumna y entablando una gran amistad con su instructora.

Fue así como Aisha supo la historia de Amina. Había sido vendida como esclava odalisca al Valí anterior en cuyo harén sirvió fielmente, hasta que éste murió casi de viejo. Prendido por los sentimientos de cariño y afectó que ella le proporcionó en sus días agonizantes, la liberó con su última voluntad. Al morir el previo Valí, su heredero y actual gobernador de Bagdad, no tuvo más opción que dejarla ir. Ella empezó bailando en la calle y recibiendo pagos que rozaban las limosnas, pero gracias a su disciplina y astucia, poco a poco fue resurgiendo hasta poder comprar su propio local.

 —La vida es muy dura, pequeña Aisha —le dijo la bella bayadera en una de tantas tardes en que platicaban en una mesa— eres joven y no lo sabes. En este mundo hay muchas injusticias.

 —¿Quiénes son las jóvenes que todas las semanas llevan los soldados al Palacio?

 Amina titubeó en responder y bajó la mirada, como si meditara si era correcto romper la inocencia de Aisha. Finalmente decidió responderle.

 —Al menos una vez a la semana el Valí de Bagdad escoge a una joven hermosa para ser llevada a sus aposentos. Tras abusar de ella por varios días, ordena su muerte.

 Aisha estaba atónita.

 —¿Y por qué se lo permiten?

 —Las mata para que no revelen su perversidad, pero en la realidad es un secreto ya bien conocido y rumores se han filtrado entre el pueblo desde el palacio. Todos saben que una vez que una joven es seleccionada nunca se le volverá a ver. Quien se atreva a oponerse será ejecutado.

 —Eso es terrible…

 —He perdido muchas de mis bailarinas y amigas así —dijo con un evidente dolor dibujado en su rostro.

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