LOS DOCE DEMONIOS DE KORDASHA cuarta parte

Aunque victoriosos sobre tres más de los Demonios de Kordasha, lo cierto es que estaban espantados ante la magnitud y la peligrosidad de esta estirpe. Habían perdido todos sus víveres, así que sólo les restaba cabalgar sobre los caballos con la esperanza de que pudieran cazar algún animal de camino.

 —¡Maldito seas, Lupercus! —gruñó el enano. —Has compartido bien tu condenación. Ahora la zorra humana y yo estamos tan malditos como tú. Los Demonios de Kordasha vendrán contra nosotros también...

 —¡Eres un enano malagradecido! —espetó Lupercus.

 —¡Un cerdo! —insultó Sidre. —Nunca debiste salir de la madriguera ponzoñosa donde moran las sabandijas como tú.

 —Aunque debo admitir que luchas bien... —felicitó Lupercus.

 —Por miles de años, desde que Midgard es Midgard, mi pueblo ha vivido bajo tierra, en enormes fortalezas talladas en las montañas, y en minas insondables de amplitud magnífica. Excavando y escrutando los tesoros escondidos. Hemos descubierto diversos monstruos dentro de las entrañas de la tierra (si lo sabré yo a mis 600 años). Una raza de hombres topo bastante agresivos, y una raza remanente de hombres lagarto que nos masacraron como moscas hasta que el poderoso dios Ghob envió al guerrero enano Motsognir a luchar contra ellos y los derrotó. Sin embargo los peores enemigos del pueblo enano han sido los detestables humanos que nos han atacado y violentado por siglos. Fueron mercenarios sarcustaníes los que destruyeron mi tierra natal, las Minas de Cathar, donde mataron a todas las enanas y a nuestros hijos pequeños. Luego nos convirtieron en sus esclavos alfareros y mineros en la isla de Elefantina, todo esto hace 300 años. Pero yo escapé 100 años después y llegué hasta la Fortaleza de Canor Koth, donde conté la afrenta que habían realizado los humanos. Una aguerrida tropa de enanos arrasó las minas donde mis hermanos eran esclavos. No dejamos vivo a un solo humano en Elefantina. Sólo dejamos vivir a las mujeres y los niños, porque no somos tan bárbaros como los humanos...

 La narración del enano se interrumpió por el gruñido de Colmillo alertándoles del inminente peligro.

 En medio de las penumbras de la noche percibieron el olor a muerte, a putrefacción y a cripta que sólo puede provenir de una especie repugnante de monstruo:

 —¡Gules! —advirtió Lupercus.— comedores de cadáveres...

 Alrededor de los cuatro personajes apareció una flota de horribles gules, todos de rostros pálidos como la muerte, algunos con pieles verdosas, pero todos con semblantes callosos y tumorosos como los de los muertos. Vestían harapos y tenían largas y filosas zarpas en vez de manos. Eran al menos treinta gules de pestilente olor como el de un muerto putrefacto.

 —Soy Librakos —dijo una voz gutural de entre las sombras— Rey de los Gules, uno de los Doce Demonios de Kordasha. He venido a vengar la muerte de mi hermano.

 Cuando la luz de la luna iluminó el rostro del monstruoso Rey de los Gules, los viajeros observaron a un ser de dos metros, de rostro carcomido como el de un leproso, ataviado con una larga túnica negra y harapienta y que sostenía en su mano derecha una libra hecha de huesos y calaveras.

 —¡Sigan viniendo y los dioses me habrán favorecido como el responsable de limpiar su abominable estirpe de este mundo! —amenazó Lupercus.

 Se vieron entonces forzados a luchar contra los diabólicos gules que eran enviados contra ellos. La espada de Lupercus cortaba el aire de forma silbante hasta que ésta chocaba contra los roñosos cuerpos de los gules que asesinaba. La sangre de los gules (sangre putrefacta y maloliente), se derramaba por entre los suelos arenosos.

 Shak hacía lo propio destazando gules con el hacha. Mientras que Sidre nuevamente se limitó a las flechas, a pesar de que esta defensa se volvió ineficiente cuando un gul la aferró por las piernas y la desmontó del caballo. Sidre cayó al suelo aterrada y tres gules pretendían mutilarla con sus zarpas. De no ser porque la espada de Shak los asesinó velozmente, abría sido hecha picadillo.

 Colmillo se encargaba de despedazar gules con sus fauces poderosas, y pronto una alfombra de espantajos muertos se dispersaba por entre los alrededores, manchando con sangre pestilente el ambiente.

 Lupercus confrontó en persona al Rey de los Gules, que utilizaba una espada hecha de huesos humanos, cuya empuñadura era una calavera.

 Shak y Sidre observaron aterrados que de un cementerio cercano comenzaba a fluir hordas de gules incontables. Se habían estado alimentando de los cadáveres enterrados en un viejo cementerio sarcustaní y acudían al llamado de su amo. Brotaban de las entrañas del Inframundo saliendo de entre las tumbas y criptas (por donde los gules viajaban a dimensiones insondables de muerte y necrofagia).

 —¡Mátalo rápido! —ordenó Shak a Lupercus. El estruendo metálico de la lucha de espadas entre el hombre y el demonio retumbaba por entre los desolados parajes. La espada del Rey de los Gules fue capaz de herir gravemente a Lupercus en sus costillas, luego en su muslo derecho y finalmente en su brazo izquierdo, hasta que Lupercus asestó sobre el horripilante monarca gul un golpe de su espada que le decapitó.

 La cabeza del Rey de los Gules se carcajeaba en el suelo hasta que su rumor se acalló en medio de las arenas polvorientas. Los tres viajeros remontaron sus caballos y cabalgaron a toda velocidad escapando de las furiosas hordas de gules que querían vengar a su rey. La velocidad mayor era la de Colmillo que bien podía imitar al viento.

 A la mañana siguiente se encontraban a 200 leguas de Kadash, una ciudad estado en medio de los confines del desierto. Estaban agotados y sin agua ni comida y dependerían de la ayuda de los kadashitas para sobrevivir.

 Sin embargo, los rumores de que Lupercus estaba condenado a morir por haber matado a uno de los Doce Demonios de Kordasha (aunque la lista había incrementado a cinco ahora), hicieron que los kadashitas tuvieran miedo de Lupercus y sus acompañantes por temor a las represalias de los hijos de Yagsothoth. Sólo por temor a la espada de Lupercus (que había matado a varios demonios) les dieron agua y comida.

 Esa noche Lupercus recibió la visita de una hermosa mujer, ante cuya presencia Colmillo se mostró intranquilo. La mujer poseía un escultural cuerpo de una belleza incomparable. Tan grande era la hermosura que despertó en Lupercus una lujuria irrefrenable.

 —Soy Virginia, y he sido enviada por el Rey de Kadash como regalo para ti, poderoso guerrero.

 Lupercus hizo el amor a Virginia toda la noche. Su pasión entonces no conoció límites.

 En la madrugada, unas horas antes del alba, Lupercus despertó con un extraño estupor que le recorría todo el cuerpo. Un adormecimiento doloroso y calámbrico que le producía gran irritación.

 —¿Qué ha ocurrido? —se preguntó. Virginia estaba riéndose a carcajadas, desnuda aún, al pie de la cama.

 —Me llaman Virginia, aunque mi verdadero nombre es Dama de la Perdición...

 —¡Déjame adivinar! —solicitó Lupercus invadido por dolores convulsivos— una de los Doce Demonios de Kordasha...

 —En efecto...

 Lupercus intentó levantarse de la cama, pero sólo logró caer al suelo con estrépito. Se horrorizó al observar como sus pies se convertían gradualmente en piedra, y Colmillo chilló preocupado.

 —Tengo la habilidad —explicó sarcástica la mujer demonio— de convertir a los hombres en piedra después de que tienen sexo conmigo. He transformado a miles de hombres; reyes, guerreros, magos, etc. en piedra desde hace miles de años. Y créeme cuando te digo que a pesar de estar petrificados mantienen plena consciencia. Sus espíritus quedan atrapados en el interior convirtiéndose por siempre en prisioneros del cuerpo transmutado. Te espera una eternidad de enloquecedor suplicio sin descanso como castigo por matar a mis hermanos...

 El cuerpo de Lupercus se retorcía conforme intentaba liberarse de la maldición, no obstante ya todos sus músculos hasta el pecho eran de roca caliza.

 —¡Deja de retorcerte o serás una estatua muy fea! —dijo Virginia.

 Es entonces que Colmillo muerde a Lupercus en su antebrazo derecho con tan fuerza que le hace brotar la sangre. En cuanto la sangre humana tocó el cuerpo de piedra de Lupercus, éste odioso hechizo comenzó a retroceder.

 —¡NO! ¿¡Como supiste!? —gritó Virginia.

 Y pronto Lupercus volvió a ser un hombre normal. Se disponía a matar a Virginia, pero cuando alzó la vista encontró que estaba convertida en una voluptuosa estatua de roca sólida, con rostro atormentado.

 —Miles de años consciente —dijo Lupercus a la estatua, golpeándole la cabeza— debe ser una maldición terrible... —y casi pudo percibir el murmullo de la mujer demonio respondiendo dentro del pedregoso cuerpo.

Un barullo se elevó por entre las calles y plazoletas de Kadash. Lupercus observó desde el palco de su ventana una horda de trolls que asolaba la ciudad. Los gigantescos seres medían unos tres metros de altura y eran una grotesca parodia de humanos deformes, con largos colmillos y gruesa piel callosa. Los trolls eran una veintena que destruían y mataban todo lo que encontraban a su paso.

 —¡Es uno de los demonios de Kordasha! —vociferaban las personas al huir de las huestes espantosas. —¡Lupercus nos ha condenado!

 Los trolls eran comandados por un centauro de enormes dimensiones. De casi cuatro metros, con una joroba horrible, largos cabellos enmarañados, piel azul, un ojo cerrado y otro grande y saltón, amarillo y carente de pupila. Sus dientes podridos salían de su boca deforme y torcida, y vestía unos harapos sucios y pestilentes y, por supuesto, de la cintura para abajo tenía el cuerpo descomunal de un caballo deforme.

 —¡Donde estás maldito cobarde! —preguntaba furioso el centauro— ¡Enfréntate a mí, Sagithor el Centauro! ¡Sal o destruiré esta ciudad piedra por piedra!

 Entonces Lupercus hizo su aparición en medio de las calles asediadas por los trolls.

 —¡Aquí estoy, aborto abominable! —dijo— no te tengo miedo. Simplemente se me revuelve el estómago de ver tu rostro asqueroso...

 El centauro ordenó a sus trolls matar a Lupercus. Éste sabía que era imposible para un ser humano matar trolls a punta de espada, así que decidió utilizar la inteligencia contra los engendros. Montó un caballo y cabalgó a toda velocidad por entre las calles de la ciudad perseguido por los espantos elementales. De vez en cuando, se volteaba sobre el caballo para disparar flechas que no penetraban la gruesa piel de los trolls.

 Sin embargo, en su persecución, Lupercus no salía de las murallas de la ciudad. Transitaba los laberínticos pasillos perseguido por las abominaciones utilizando atajos y girando sobre callejones, hasta recorrer la ciudad. Perseguidores de más inteligencia abrían interceptado a Lupercus en alguna emboscada, pero los trolls no eran capaces de tal hazaña intelectual.

 Tan larga fue la persecución, que el sol salió por entre las montañas del este. Y cuando los rayos tocaron a los trolls (como era su naturaleza demoníaca) los mató. Todos los trolls quedaron reducidos a humeantes cenizas por el contacto de la luz solar.

 Pero el centauro, cuya naturaleza era diferente de sus servidores trolls, no sólo era más inteligente, sino además era capaz de resistir el contacto del sol, aunque lo odiara. Preparó una flecha envenenada, cuya ponzoña era capaz de matar a cualquier ser que viviera en esta dimensión. Apuntó al guerrero con ira en los ojos a fin de matarlo. Justo cuando disparó la flecha, un hacha le atravesó la jorobada espalda, lo cual le provocó fallar. La flecha no dio en el blanco y pasó casi rozando a Lupercus.  

 De la herida abierta en el cuerpo del centauro no brotó sangre, sino un caldo pestilente y negruzco. El responsable de herir al híbrido fue Shak. El demonio enfurecido tomó otra flecha y la clavó en el estómago del enano poco antes de morir.

 Lupercus llegó donde Shak, quien le había salvado la vida.

 —¿Por qué lo hiciste, viejo enano? —preguntó mientras este moría gradualmente por efecto del tóxico en su sangre.

 —Un enano puede reconocer a un guerrero valioso que está destinado a librar a Midgard de sus peores enemigos. Sería una lástima que murieras, aunque eres humano. Creo que los dioses de Midgard te han predestinado para grandes obras. Estoy seguro que lograrás dar muerte a todos los Demonios de Kordasha, y con ello librarás a Midgard de sus verdugos. No te sientas mal por mí... tuve una buena... vida de 600 años... sólo lamento que un humano y un enano... no pudieran ser amigos.

 —Te juro que haré lo posible por que nuestros pueblos lleguen a llevarse bien...

 —Eso es más difícil... que matar... a los demonios... de Kordasha... te deseo... suerte...

 —Que Ghob te bendiga y te lleve hasta la Fortaleza Celestial donde moran tus hermanos gnomos.

 Tras la muerte del enano, Lupercus realizó los ritos fúnebres que pudo. No conocía mucho de la cultura enana, ni de sus costumbres más ancestrales pero sabía que adoraban a un dios; Ghob, y que enterraban a sus muertos. Así que enterró a Shak en una quieta ladera de una montaña pedregosa, colocó allí un madero con el nombre de “Shak, el que salvó a Lupercus y asesinó a dos Demonios de Korasha” y elevó oraciones a Ghob.

 La tumba de Shak permaneció allí, por muchos milenios, intacta y respetada, e incluso olvidada. El madero lapidario había desaparecido unos siglos después, y tras el Cataclismo, nadie más recordó donde estaba. Fue hasta que un grupo de arqueólogos iraníes encontraron restos óseos de un ser de pequeñas dimensiones, que aún contenía remanentes del veneno que lo mató en los poros de los huesos, que los restos de Shak volvieron a ser noticia. Los huesos de Shak los encontraron en la frontera entre el Medio Oriente y Asia Central, que es como designarían los hombres del futuro (muchos milenios después del Cataclismo) a las tierras desérticas donde se situaba antaño Sarcustán, Kadash y demás reinos olvidados en el mar del tiempo.

 Por cierto que muy cerca se encontró la estatua de una voluptuosa mujer, aunque de rostro atormentado, conservada en excelentes condiciones.

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