Capítulo 3

Dani

Los últimos tres meses había tenido una pequeña obsesión por la cicatriz bajo mi estómago, no porque me gustara (claramente) sino porque me avergonzaba tenerla. No podía creer que hoy se cumplieran noventa días desde la noche en que casi muero por culpa de mi ex pareja.

Conocí a Marcus en el instituto, era hermano de una compañera que tenía, y él siempre pasaba a recogerla a la salida: allí fue cuando lo vi por primera vez y me pareció un chico realmente atractivo y llamativo, pero nunca me animé a hablarle, hasta que él le dio a su hermana su número de teléfono para que ella me lo diera. Recuerdo lo emocionada que estaba, pues era el primer chico con el que tenía un interés mutuo. Hablamos por texto, por llamadas, nos veíamos a la salida del instituto mientras su hermana esperaba dentro del auto, hasta que un día me invitó a salir y, con el permiso de mis padres (permiso que, por cierto, me costó conseguir) salimos, cenamos y, dos meses más tarde, me pidió ser su novia. Todo estaba perfecto, nos llevábamos bien, nos divertíamos juntos, hasta que sus celos se toparon, más específicamente cuando se enteró que había aplicado para la universidad de Washington. Sus celos fueron en aumento cuando empezó a hacerse ideas de los amigos hombres que yo tendría en la universidad, de las fiestas de fraternidad, de lo lejos que estaríamos cuando me fuera de la ciudad, de la infidelidad que pensaba que yo cometería. Su toxicidad pasó a un punto en el que no quería que usara el teléfono a no ser que fuera para responder sus mensajes, a quedarse fuera de mi casa por las noches, asegurándose de que no saliera de mi hogar con ninguna de mis amigas. Me sentí mal mucho tiempo, me sentí aprisionada, asfixiada, pero, sobre todo, me sentí decepcionada.

Cinco meses más tarde, cinco meses de recibir insultos por su parte, empujones y golpes, en una fuerte discusión que tuvimos, decidí dejarlo de una vez, pues supe ponerme primero a mí, a mi estabilidad emocional y mi salud física antes que a una relación que no estaba yendo para ningún lugar bueno. Marcus, por supuesto, se lo tomó muy mal y no quiso aceptarlo. Fue después de eso cuando empecé a sentir verdadero miedo de él, cuando vi que podía ser tranquilamente alguien que llegase a matar. Nunca quise hablar con mi familia sobre el trato que Marcus tenía para conmigo, pero mamá y papá ya empezaban a sospechar que algo pasaba, pues yo no quería salir de la casa, no tenía más amigos y había moretones en mi cuerpo que ya no tenían explicación. Al principio pude poner excusas, mis padres me preguntaban por qué los tenía y yo simplemente decía que me había golpeado o caído, pero esos encubrimientos dejaron de tener sentido después. Entonces, ese mismo día de la ruptura, volví a casa rápido y les conté a mis padres todo lo que me estuvo pasando, se los conté con el alma rota, pues me di cuenta que sufría violencia de género como muchas de esas personas que salían en televisión y denunciaban a sus parejas. Me di cuenta que lo que pensé que jamás me pasaría, me estaba tocando a vivir a mí.

Mis padres me acompañaron a la comisaría más cercana a casa, hicimos la denuncia y esperé poder sentirme tranquila, pero por las expresiones neutras de los comisarios, empecé a pensar que mi caso sería como el de muchos, que no sería escuchada y la justicia no haría nada. Sí, emitieron una orden en contra de Marcus, pero él terminó huyendo y su búsqueda no duró más de tres días. Tres semanas después, cuando pensé que Marcus ya no volvería a aparecer en mi vida por miedo a que lo arrestasen, salí de mi clase de danza y me lo topé en la esquina, esperándome a un lado de su auto. Por supuesto, sentía mucho temor y quise salir corriendo, pero no pude moverme, no pude reaccionar, no al ver la furia que su rostro contenía: ahí me jaló del brazo y me subió a su auto y empezó a conducir como loco después de arrojar mi teléfono por la ventana.

Le pedí que parara, pues íbamos a una velocidad nada apropiada, mientras él me gritaba que me mataría, que él me amaba muchísimo, pero que la denuncia que emití en su contra fue una traición que jamás podría perdonarme. Con las manos temblorosas me puse el cinturón de seguridad, pues sabía que terminaríamos chocando en cualquier momento. Yo solo esperaba el impacto.

Y, entonces, pasó: chocamos. Segundos antes, vi todo en lentitud, vi el auto frente a nosotros, vi cómo nos acercábamos, sentí el impacto antes de que sucediera, e instintivamente me agaché y me cubrí. El impacto fue muy duro, casi fatal para él. Bueno, para ambos, pero gracias a mi instinto la saqué barata. Marcus, al no tener el cinturón de seguridad puesto, salió volando por el parabrisas, lo que lo dejó inválido y murió meses después por complicaciones en su salud. Yo, en cambio, recibí un pedazo de vidrio clavado bajo mi estómago y tuve que someterme a cirugía. 

Vaya… noventa días de eso… Hoy estaba viva y agradecida por eso. Esta cicatriz era el recordatorio de que siempre tenía que ponerme a mí primera y que no debía permitir que nadie dirigiese mi vida, porque la única dueña de mi vida era yo misma. Fue duro, pero me sentí feliz por haber sobrevivido, por tener otra oportunidad.

—¿Cómo estás hoy? —preguntó Celina, apenas me vio salir de mi cuarto.

Sabía por qué me lo preguntaba. Celina sabía mi historia con Marcus, pues hace una semana atrás decidí contarle mi historia. No nos conocíamos hace mucho tiempo, casi nada, pero compartíamos apartamento y nos llevábamos de maravilla. Contarle a alguien cercano a mí en Seattle me hizo bien, pues era un día algo difícil para mí y necesitaba apoyo.

—Bien —sonreí, sacando un tazón, la leche y mis cereales.

—¿Dormiste bien? ¿Qué te ha pasado en la mano? —frunció las cejas.

Anoche quise contarle sobre el estúpido viejo que hizo que me cortara la palma de la mano por no querer darme la botella de whisky, pero Celina estaba dormida cuando llegué del trabajo y no iba a despertarla para decirle sobre el incidente. No había prisa. Además, llegué cansadísima. Lo malo es que hoy me tocaba otra vez la misma rutina de los sábados. Pero qué bueno que el empleo era solo los fines de semana.

Le conté a Celina acerca de ese tipo.

—Uh, ¿y el guardia nuevo lo sacó del bar todo enojado? Eso es sexy.

Sonreí.

—Ni siquiera lo has visto.

—Pero por lo que me has contado dices que es guapo, de ojos atrapantes y serio. Es la combinación perfecta.

—Estuvo esperándome fuera del baño para ver cómo estaba. Me ayudó a limpiarme la herida, fue atento de su parte y eso que fui algo grosera, estaba de malhumor y cansada. Oh, y dijo que le gusta mi perfume —le conté. Sonreí un poco ante el último chisme.

A Celina le encantó eso.

—Sí, tengo que conocerlo, Dani —afirmó.

Durante la tarde me reuní con Melissa y Dakota, mis compañeras de la universidad. Compartíamos casi todas las clases juntas, por lo que armamos nuestro pequeño grupo de estudio de tres integrantes. Nos llevábamos bien, ambas eran agradables y divertidas y compartíamos el gusto por las fiestas. Después de tres horas en la biblioteca caminamos hasta la cafetería más cercana, donde nos encontramos con nuestro profesor de filosofía. Bueno, mi profesor, porque Dakota y Melissa no estaban en esa clase conmigo.

El hombre se dio cuenta de mi presencia y me sonrió levemente, en forma de saludo, pero se me quedó viendo un momento. El profesor Stefan Dhal era muy atractivo, joven, de unos veintitantos años, algo serio, pero era un gran profesor, o eso podía decir por las clases que hasta ahora llevaba con él. Aparté la mirada, pero cuando regresé a verlo, todavía me miraba, aunque terminó desviando sus ojos a otra parte para no quedar mal.

—¿Por qué el profesor te mira tanto? —cuestionó Dakota, mirándome con sus grandes ojos marrones.

—No tengo idea —me encogí de hombros.

—Tal vez le llamas la atención, Dani —opinó Melissa, mirando disimuladamente al profesor Stefan. Dakota y yo la miramos—. Sí, en ese caso no sería nada profesional ya que eres su alumna, pero él es joven, tiene apenas 24 años y tú eres mayor de edad y guapísima.

Reí.

—Igual, eso no está bien —respondí, pero siendo totalmente sincera, Stefan Dhal también me llamaba la atención, pues no todos los días se encuentran profesores universitarios tan jóvenes, con ojos verdes, pelo negro y tan elegantes.

El profesor pasó por nuestro lado con dos vasos de café. Me dio una mirada rápida.

—Te veo en clase, Dani —saludó mi profesor y salió de la cafetería.

Melissa y Dakota me regalaron miradas pícaras.

En la noche procuré prepararme temprano para no llegar tarde al trabajo otra vez. Me duché, arreglé mi cabello castaño, me coloqué máscara de pestañas para resaltar mis ojos verdes y me puse ropa cómoda y abrigada. El viento en Seattle era fresco hoy.

Las calles estaban transitadas, muchos autos pasaban y las personas caminaban por la vereda con bolsas de compras en sus manos. Me puse los auriculares con la música algo baja para hacer más corto el camino. Me quedé pensando en la charla que tuve con mamá en la siesta, antes de ir a la biblioteca: sabía que para ella hoy también era un día difícil por lo que me ocurrió, pues los recuerdos eran fuertes, ella sufrió mucho, fue la madre preocupada en la sala de espera del hospital, ansiosa porque algún doctor saliera y le dijera si mi estado era bueno o malo, y aterrada por recibir noticas malas. Además, con la distancia, entendía su temor, pero le dije a mamá y le repetí a papá que me sentía bien, dentro de todo, a pesar de que me desperté recordando ese aconteciminto, trascurrí la mayor parte del día entretenida, pasando tiempo con mis amigas de la universidad y Celine.

Oí que me tocaron bocina y supuse que era algún baboso que pasaba en coche y se creía lo suficientemente genial (nótese el sarcasmo) de tocarme bocina como un “halago”. Pero oí mi nombre y me di la vuelta para ver de quién se trataba.

Era Nathan Saigless.

—¿Te llevo al trabajo? —preguntó, mirándome con esos ojos grises que te comían.

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