Tres días para morir: La mujer que aprendió a ceder
El médico fue claro: sin el tratamiento experimental más avanzado, solo me quedarían setenta y dos horas de vida.
Pero mi esposo, Carlos Duque, entregó a Viviana Mendoza la única plaza disponible para el tratamiento.
—Su insuficiencia renal está muy avanzada. —Me explicó.
Asentí y me tragué esas pastillas que solo acelerarían mi muerte.
En el tiempo que me restaba, hice muchas cosas.
Durante la firma, el abogado no podía controlar el temblor de sus manos.
—Doscientos millones de dólares en acciones... ¿está segura de que quiere transferir todo?
—Sí, todo para Viviana Mendoza —confirmé.
Mi hija, Camila, reía dichosa en los brazos de ella.
—¡Mami Viviana me compró un vestido precioso!
—Te queda hermoso, cariño. Ahora tienes que hacerme caso solo a mí —le dijo.
Esa galería que había construido con mis esfuerzos lucía el nombre de Viviana en la entrada.
—Mariana, tienes un corazón de oro —me decía entre lágrimas.
—Sé que la vas a manejar mucho mejor que yo —le respondí.
Hasta, incluso, renuncié al fondo fiduciario de mis padres firmando los papeles.
Carlos mostró una sonrisa genuina que no le había visto en años.
—Has cambiado tanto. Ya no eres tan confrontativa. Te ves bella así.
Exacto, ya en mi lecho de muerte me había convertido en la «Mariana perfecta» que ellos siempre quisieron: la Mariana, obediente, desprendida, que ya no peleaba por nada.
Igual, la cuenta regresiva de setenta y dos horas estaba en marcha.
Me daba curiosidad saber qué iban a recordar de mí cuando mi corazón dejara de latir.
¿A esa esposa ejemplar que «aprendió a ceder», o a una mujer que utilizó su muerte para ejecutar su venganza maestra?