Como empezaba a oscurecer, mi mamá hizo lo que toda mamá haría por su hija en ese momento: una fiesta de pijamas.
Me invitó, o más bien me obligó a que me quedara a pasar la noche ahí, en mi antiguo hogar.
No puse objeciones ni pretextos, la verdad era que estaba muy cansada y no tenía deseos de conducir a altas horas de la noche para forzar mi vista. Acepté con gusto mientras que mi dulce y carismáticamente madre, comenzaba a soltar chistes totalmente carentes de gracia, sin embargo, me reía a carcajadas, no porque fueran buenos sino por la expresión de su rostro al contarlos.
Su risa era tan contagiosa, que por un mome