CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO DOS: SOLO OSCURIDAD

Gabriela estaba perdiendo la cabeza. Sin una palabra, caminó a través del pasillo del autobús, se sentó en uno de los asientos más alejados.  No había nada que decir. Ella no pudo evitar recordar sus mejores momentos. Ahí fue donde ella se vio a ella misma siendo feliz. La verdad era que ella no tenía nada ahora, nada literalmente, no podía reclamar nada solo la ropa que ella estaba usando en ese momento.

Cuando el autobús llegó a su destino, Gabriela se bajó del autobús y caminó hacia ese lugar prometido. No era lo mejor pero al menos, ella tenía algo allí.

La mayoría de la gente que habitaba ahí eran inmigrantes, simplemente pobres hombres cuyo deseo era tener un lugar estable para dormir o en menos, dormir libre de preocupaciones. En ese pequeño lugar, Gabriela estaba alquilando una habitación, ese lugar era su todo.

Sin tanta fuerza en su cuerpo, Gabriela logró empujar la puerta vieja hasta que esta se abrió.

El lugar pequeño, viejo y diminuto fue dibujado en frente de ella. Fue suficiente para ella ver a su angelito precioso para sentir como ella estaba entrando en el paraíso. Ella estaba allí, frente a su vieja mesa de madera seguramente, haciendo su tarea.

Tan pronto como la pequeña Velvet la vio al entrar, se levantó de su asiento con una amplia sonrisa en su rostro. Ese bebé, niña suya no tenía ni siete años. Como el angelito educado y dulce, Velvet fue directamente a su mamá y después, al pequeño espacio que se suponía iba a ser la cocina y tomó un vaso listo para verter un poco de agua para su madre.

Mirándola de lejos, los ojos de Gabriela se llenaron de lágrimas otra vez. Ella era un ángel, ella fue su milagro en vida, ella no podía pedir nada más que a su pequeña hija.

Finalmente, Velvet le dio a su madre su vaso de agua y luego, se sentó lista para continuar con su tarea.

—Gracias—, dijo Gabriela.

—Mamá tiene hambre, ¿verdad? —Una vez más, la dulce niña se levantó de su asiento y, guardando su libro, ella condujo a la cocina.

Ella era una chica tan dulce. Quien quiera que la mirara le robaría el corazón el mero instante en que su niña mirara sus ojos.

— ¡Guardé esto para ti, mami! —La niña dijo, trayendo un sándwich. —No he comido, mami. Esto es para ti—, ella insistió. —Aquí no hay comida pero yo hice este sándwich, espero que te guste.

Con lágrimas en los ojos, Gabriela miró a su hija. Habían pasado días desde el último momento en que Gabriela y su hija vieron la pequeña cocina llena de comida. Una vez más, Gabriela logró sonreírle a su hija.

— ¡Toma asiento, vamos a comer esto juntos!

—No, ya comí. Mi mami no ha comido —exclamó Velvet.

— ¿Sabes qué? Yo también comí y no tengo tanta hambre, ¿por qué no me ayudas con este sándwich?

Gabriela partió el sándwich y le dio a su hija la mitad de este, ella sonrió. Por supuesto, Gabriela estaba hambrienta, pero no se lo haría saber a su hija. Sería aún más feliz si ella tuviera el dinero que el médico le había pedido previamente.

Riendo y sonriendo, se fueron 30 minutos hasta que Gabriela le dio a su hija un baño mientras trataba de relajarse y pensar sobre las cosas buenas que podría tener.

Después de haberse divertido, se fueron juntas a la cama. Una sonrisa inocente se dibujó en la cara de Gabriela al sentir como su hija se había quedado dormida en su brazo.

Pero lamentablemente, esa sonrisa suya no duró tanto tiempo pues la tos de su hija le hizo saber que Velvet no estaba completamente saludable y solo dinero iba a salvar su vida.

Las lágrimas caían de sus ojos mientras ella acarició la espalda de su hija. Ella no quería saber cuánto tiempo iba a aguantar con eso. Su responsabilidad como madre era hacer la vida de su hija más fácil.

¿Cómo es que ella podría llamarse a sí misma mamá? Ella no era nadie, ella estaba viendo a su hija sufrir y no era capaz de hacer nada. Su única responsabilidad era la vida de su hija, era hacerla sentir feliz y orgullosa de su vida, no desgraciada y enferma.

Cuando se aseguró de que su hija estuviera ya durmiendo bien, se levantó y caminó hacia la cocina. Noche de somnolencia iba a ser esa. Ella estaba segura de eso.

De repente, la puerta del pequeño lugar sonó, alguien empujó hasta que se abrió. Todo lo que podía ver, todo de lo que podía ser consciente era del hombre que acababa de entrar.

Esa camiseta polvorienta, esos jeans sucios, esa gorra agujereada.  Era él. Su inexpresivo rostro afirmó lo que ya sabía.

Era su inquilino, ese hombre que como siempre, no decía palabra alguna. No hubo intención de saludarla, no había palabras de él para ella, solo el mismo asentimiento como una forma de saludar a Gabriela después de un largo día de trabajo. No importa cuánto tiempo ella llevara de trato con él, no lo graba hacer que él se abriera a ella.

¿Podría ser un amigo? ¿Podría ser él alguien con quien pueda hablar de ella de los sentimientos que estaba teniendo? Nadie lo sabía porque él era sólo un hombre que había llegado allí un día como cualquier otro.

Por un momento, solo viendo a ese hombre en frente de ella, el mismo hombre descuidado que había sido un completo extraño para ella, la hizo sentir que todos sus problemas habían desaparecido incluso, la tristeza que sentía por su hija también se había ido.

Si tan solo pudiera saber más sobre él. Daniel era su nombre, de pelo no tan largo no tan corto, grandes ojos marrones, esa fuerte sensación de que sus ojos hablaban por lo que él no, labios rojos y en su perfecto cuerpo, sólo oscuridad. Oscuridad que mataba. 

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