Horas antes, cuando el sol empezaba a caer, Mafer y Eduardo recorrían el castillo de San Felipe, una antigua construcción española, que en el pasado sirvió de fortaleza para proteger a Cartagena de los ataques de piratas.
Aquella fortaleza tenía túneles y pasadizos. La feliz pareja, con las manos entrelazadas, caminaban junto a los pocos turistas que quedaban a esa hora, escuchando la explicación que hacía el guía.
Sin embargo, Mafer volvió a sentir un escalofrío, fue una extraña sensación que le recorrió la espina dorsal, divisó a sus alrededores, pero no vio nada sospechoso.
—¿Todo bien? —indagó Eduardo al notarla intranquila.
—Sí —contestó ella y sonrió—, a qué no me encuentras. —Carcajeó y se soltó de la mano de él para correr a esconderse en uno de esos pasadizos.
—¡Mafer! —exclamó Eduardo, resopló, aunque el sitio era seguro, tuvo una especie de mal presentimiento, caminó a toda prisa y empezó la búsqueda de su novia.
Mafer de vez en cuando asomaba su cabeza entre los túnel