AGALLAS

Lara entró en la casa y se topó de lleno con un amplio salón.

Las tres puertas, que podían apreciarse en medio de la galería, daban a un solo de, al menos, cinco metros de largo, conectado a sus laterales con arcos rectangulares.

A la izquierda, el comedor.

A la derecha, un cuarto más pequeño.

En medio, una hermosa y gran chimenea.

De la mano de los niños, encontró habitaciones, baños y más habitaciones.

Lo que más le gustó, era el sistema de calefacción por agua, que se calentaba por caldera. Cuando los niños tenían apenas dos meses de vida, el invierno asomaba y debido al frío y la humedad, tuvieron una racha de enfermedades respiratorias que parecía de no acabar.

Si encendía un caloventor, tenían tos seca.

Si encendía una salamandra, tenían tos llena de flema.

En aquel entonces, Lara apenas había cumplido los diecinueve años y angustiada por su reciente maternidad, le preguntó al pediatra de los niños qué era mejor para mantenerlos calentitos sin afectar a su cuerpito.

El pediatra
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