¡Jefe, nos enamoramos!
¡Jefe, nos enamoramos!
Por: andreyflor
1. Primeras copas

Es el sonido de la música lo que se intensifica mediante da otro pasos más. El alrededor ciñe cada uno de sus poros porque se mezcla el ruido, el olor a cigarro, el olor al mismo alcohol que de todos los tipos hacen que aquella multitud continúe avivandose. Avivandose ella también. 

Al llegar pide los tragos. Una botella entera de tequila y otra de brandy.

Se sienta y empieza a peinarse. Dentro de la barra se nota un espejo.

Una vez que dejar de estar pendiente del bartender, se atreve a girarse.

No cree que alguien más pueda estar acompañándola,  justamente en ese lugar, justamente a su lado.

Dos segundos pasan cuando, sin embargo, se paraliza. De inmediato queda prendada de la conmoción y se sutura todo pensamiento. 

No hay otro lugar que ver. 

Hubiese sido más decente habérselo encontrado en la parada de la calle o en un parque, pero que se lo encontrara en un bar, con media botella del propio tequila en su vestido y oliendo a cigarro, se siente más que intimidada poco. Sus ojos ambarinos están resueltos por la conmoción que llega de súbito. Le tiembla el pecho y se le contrae los músculos del rostro. ¡Realmente era él! 

Está Maximiliano D'Angelo sentado a su lado y bebe del vaso que apenas acaban de entregarle.

—¡Bendito Dios! 

Ella voltea la mirada y termina por sentarse.

Ruega que no la observe. Que no voltee. Pero no piensa que con su sola exclamación, con su voz a solo una distancia, no la pueda reconocer.

—¿Maya?

Se paraliza una vez más. Hace la presencia  una consecuencia sobre sus sentidos. 

Tiembla. Se ciñen sus pensamientos. Todo su ser. Le produce la voz del hombre a su lado y al que da la espalda un estrago de sobresalto. Pero no tarda en voltearse. 

Ojos verdes la encierran. Tantas veces que ha experimentado aquella ojeada buscándola por todo los pasillos, como era la común, como era lo correcto. En tal momento, no puede existir palabras que describan cómo es que esa mirada la envuelvan y la acobijen. Y el mundo en el alrededor no parece existir. No ahora.

—Señor.

Al observarla, no puede ni pensar en apartar sus ojos, porque admira a su secretaria fuera de como siempre la ha visto. Vivaracha, las mejillas sonrosadas, una mirada brillosa, sus labios húmedos. 

—Pero qué casualidad.

Entonces dice y complementa con una sonrisa. 

—Una gran casualidad, señor. Una muy grande —se ríe, casi hipócritamente. Era una situación embarazosa para ella en realidad. Pero su sonrisa aparenta otra cosa y se muerde el labio, poniendo su cabello detrás. Se mantiene lista a preguntarle—. ¿Acaso está aquí porque…?

—No —él pide de inmediato—. No hablamos de trabajo, no me hagas recordar el trabajo, Maya. Y dime Maximiliano, por favor. 

—No me pida eso, señor. No me atreveré hacerlo. 

Él le sonríe y entonces bebe una vez más. 

Ella se inmiscuye en su mirada también y suspira. Tampoco es que lo haya visto antes de una manera tan informal, tan impropia de él. Con esa mirada, llena de libertinaje, y esa mueca pícara que no hace relucir porque no posee más que aquella que es amable y humilde. 

—Entonces dime si puedes hacer una cosa…

Atisbarlo de esa manera, el sentimiento de ímpetu la abarrota.

—Maximiliano —pronuncia de pronto. No sabe porque dice su nombre, porque lo llama. 

—¿No vas a poder aceptarme esta copa? ¿Quieres que no te pida eso?

Maya contiene el aliento. 

La mirada del señor D'Angelo la consiente en perder un poco el razonamiento, y no sabe si en realidad ya es el alcohol…

O su propio jefe.

No hay cavidad para dejar entrar lo que, después de meses y meses, jamás se le ha pasado por la mente. 

¡Compartir una copa con su jefe! 

Primero: la realidad es otra, no es que no estuviera disfrutando de tener la gracia con la que vivía ahora, porque gracia tenía. Se siente linda, le gusta arreglarse, le gusta salir con sus amigos, y a veces incluso le sale ser coqueta, y eso no es un pecado. Segundo: si está soltera no es nada más porque no ha encontrado un hombre que, como dijo Jenny, la pusiera en un ensueño, como un somnífero, y no es que se lamente, pero Maya Seati tiene convicciones firmes y veraces para haber dudado de todas sus citas y encuentros casuales anteriores, le gusta su soltería. Tercero, no menos importante: si venía al caso aceptarle una copa a cualquier hombre, guapo, con mirada encantadora y sonrisa coqueta, pícara, seguro de sí mismo, con una atracción inminente, fornido, varonil, entrando a los cuarenta, soltero también y sin anillo de compromiso, tal vez sería un motivo por la cual sonreírle también y aceptarle el trago. ¡Pero, eso cambiaba! Cuando quién poseía aquellos dotes no eran nada más ni nada menos que Maximiliano D'Angelo, un empresario italiano sumergido en la riqueza y la plenitud de su madurez, poseedor de un encanto sin igual, ¡y su jefe!

Si Maya repasa todas esas menciones quizás no terminaría nunca, porque lo principal no es hacerse valer de orgullo, y de tener aquel rubor entre sus mejillas de blanca nieves, pasándose también su corto pelo detrás de la oreja y fingiendo no tener espasmo por lo inevitable, sino que, con tal encantadora sonrisa y mirada, no sabe a dónde avizorar a excepción de los ojos de su jefe buscándola entre el bullicio de la gente y los colores resplandecientes. 

Maya entonces escucha, esporádicamente a través de la música frágil y el jaleo condescenderse entre los dos, una risa suave. 

—Pero si no puedes, no pasa nada. He visto a Jenny también, seguro has venido con ella. No pasa nada si no me aceptas un trago, Maya. 

Su voz la hace volver en seguida y tiene que levantarse para verificar que su jefe se echa un trago y pellizca el rostro por el ardor.  

Ella sin embargo, toma aire, y le dedica una de sus mejores sonrisas. 

La noche en realidad sería muy larga

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