Pasó horas intentando concentrarse en los expedientes. Pero, en cada página, en cada documento, en el sello y en la firma sólo veía una cara: la del juez Sergio Mendizábal.
—¡Hora del almuerzo! —Rosa interrumpió sus meditaciones al entrar alegremente en el despacho. ¿Ya había pasado la mañana? Qué rapidez—. ¿Quieres comer conmigo?
—Claro, ¿vamos a bajar a algún sitio?
—Ni hablar, sale carísimo y es fatal para el colesterol. Yo me traigo la tartera de casa.
—Pero yo no he traído nada…
—No te preocupes, yo tengo mucho, hay para las dos. Ven, vamos a la cocina.
El lugar que los empleados llamaban «la cocina» era un cuarto grande, muy luminoso y acogedor, con una larga encimera sobre la que había una cafetera eléctrica, un microondas y un montón de vasos, tazas y platitos muy bien ordenados. En el extremo había un frigorífico y un lavavajillas y en el centro una elegante mesa de cristal con varias sillas de metacrilato. Rosa era la única que comía allí, pues la mayoría de los empleados es