La salida del restaurante los envolvió en la noche fría de Londres. Las luces de la ciudad se reflejaban sobre el pavimento mojado. El viento soplaba con fuerza algunos mechones del cabello rubio de Rosalind. Donovan reaccionó de inmediato: retiró su abrigo, lo desplegó elegantemente y lo colocó sobre los hombros de Rosalind.
—Gracias… —susurró ella, su voz temblando mientras sentía la calidez del tejido y el aroma de él en la prenda.
—No hace falta —dijo Donovan, tomando su mano—. Quiero que estés cómoda, que sientas que todo esto es solo para ti.
Caminaban en silencio hacia el vehículo oscuro. El corazón de Rosalind no dejaba de latir con fuerza. Cada roce de sus dedos, cada contacto accidental, hacía que un calor subiera por su cuerpo.
Cuando ella subió al coche, inspiró profundo, intentando calmarse. Su respiración todavía estaba agitada, y él lo notó, porque ya sentado en el asiento piloto, inclinó ligeramente la cabeza y le susurró:
—Esta noche no iremos a casa, mi