La mudanza fue rápida, casi improvisada. Gabriel y Julián apenas dieron a Valeria tiempo para recoger una maleta con lo indispensable: un par de mudas de ropa, documentos y el pequeño oso de peluche que guardaba desde niña. Cuando cerraron la puerta del departamento, ella lo miró por última vez. No sintió nostalgia, solo un vacío profundo. Ese lugar, que había sido su refugio, ahora estaba contaminado por el miedo.
El coche de Julián los llevó hasta un condominio discreto, en las afueras de la ciudad. Nada de lujos, nada llamativo: paredes blancas, puertas reforzadas y cámaras de seguridad discretamente instaladas.
—Aquí estarán más seguros —explicó Julián mientras estacionaba—. Nadie los relaciona conmigo, y si lo intentan, se toparán con más de una sorpresa.
Valeria lo miró con una mezcla de gratitud y desconfianza. Todavía no lograba asimilar que su vida se hubiera convertido en una persecución.
Gabriel le tomó la mano.
—Confía, Valeria. Este lugar es temporal. Solo hasta que podam