El taxi avanzaba por las calles solitarias de la ciudad. A través de la ventanilla, Valeria observaba los faroles parpadear como luciérnagas cansadas. Sus pensamientos eran un torbellino: la figura imponente de Alexandre en su oficina, su sonrisa venenosa, la seguridad con la que los había dejado escapar. Era como si todo hubiese sido parte de un juego del que ellos apenas conocían las reglas.
Gabriel, sentado a su lado, mantenía el disco duro apretado contra su pecho. Sus ojos estaban fijos en la carretera, pero Valeria sabía que no estaba mirando nada. Estaba planeando, calculando, preparándose para lo que vendría.
—No debimos entrar —dijo ella al fin, rompiendo el silencio pesado—. Fue una trampa desde el principio.
Gabriel se giró hacia ella, sus facciones iluminadas por la luz intermitente de los semáforos.
—Y aun así salimos con lo que necesitábamos. —Su voz era grave, firme—. Eso es lo que cuenta.
Valeria negó con la cabeza.
—No, Gabriel. Nos dejó salir. Lo hizo a propósito.
—E