El motor rugía entre la oscuridad, cortando el silencio de la carretera solitaria. Gabriel no hablaba. Tenía las manos firmes en el volante, los nudillos tensos, los ojos fijos en el camino. Valeria, a su lado, se aferraba al cinturón como si de eso dependiera seguir respirando. El aire olía a tierra húmeda, a escape, a miedo y esperanza mezclados.
—¿Estás herida? —preguntó él finalmente, sin apartar la vista del frente.
—No… solo asustada —respondió ella con un hilo de voz.
Gabriel asintió despacio. En el parabrisas, la luna los seguía, testigo muda de su huida.
Durante varios minutos, ninguno habló. Solo el sonido del viento colándose por la rendija de la ventana y el latido acelerado de ambos llenaban el silencio. Valeria lo miró de reojo. Había algo distinto en él. La calma habitual de Gabriel había desaparecido; en su lugar, había una mezcla de rabia y determinación que ella nunca le había visto.
—¿Cómo supiste dónde estaba? —preguntó al fin.
—No dejé de buscarte —contestó él con